Grande, Extraño y Amenazante

Cuando las fuerzas escasean es más necesario que nunca compartir proyectos, recursos y potencias para desplegar estrategias compartidas con las que dar respuesta a preguntas que van desde la supervivencia material a qué hacemos con la pena que no deja de abrirse paso en nuestros pechos.
 
octavia e. butler
La escritora Octavia e. Butler
 
 
21 JUN 2022 08:00

Vivo al sur del sur de Europa. La calima del pasado mes de marzo dejó el pueblo donde vivo cubierto de una capa rojiza. Sé que esto es irrelevante, que una gran parte del territorio se ha visto afectado por este fenómeno. Simplemente aquí es especialmente llamativo porque la mayoría de casas son blancas. No todas, también hay ladrillo visto, enfoscados de distintos tipos, algo de piedra, algún azulejo…, pero lo más habitual son las fachadas blancas.

La mañana siguiente a la primera gran descarga de aquella lluvia turbia salí a hacer recados y comprobé cómo en las calles los vecinos y vecinas se afanaban por limpiar sus puertas, paredes, ventanas y vehículos con mangueras y compresores. Con una absoluta precisión trazaban una geografía compuesta por fronteras que a fin de cuentas siempre han estado ahí. Delimitadas con líneas claras y precisas de barro y polvo retirados de las propiedades. Cada cual limpia lo suyo. A nadie se le ocurre avanzar unos centímetros en la propiedad ajena, tampoco en el espacio común. Nadie se ofrece a pegar un manguerazo a la bicicleta o el parabrisas del otro. Sentí desconcierto frente a un quehacer huraño y sordo mientras caminaba por una calzada donde desembocaban pequeños ríos de suciedad. Las aceras solo eran despejadas por el agua y las escobas frente a las puertas y cerramientos; las aceras no son la casa de nadie y aquí la gente acostumbra a desplazarse en coche.

Un orden social que queda tan claramente expuesto cuando cae sobre él una capa de polvo deja poco espacio para entender eso de que los problemas de salud mental no son algo individual (que es la pelea en la que ando metido desde hace media vida). Y otro tanto sucede con la necesidad de redistribuir la riqueza, la existencia de bienes comunes, la sanidad pública y universal o la ecología. Cuestiones todas ellas que han acabado sencillamente por quedar demasiado grandes. Pensar también puede provocar picor en la mirada y la garganta. ¿Qué es necesario para desbordar la acumulación de diminutos marcos de referencia que construyen lo real? ¿Cuántas pequeñas y grandes catástrofes hacen falta? ¿De qué tamaño o de qué naturaleza tiene que ser la amenaza?

La parábola del sembrador

Hace pocos días acabé La parábola del sembrador, una novela de Octavia Butler que me ha provocado indigestiones e insomnios. Allí la esperanza solo emerge una vez que capitalismo y democracia se desmoronan. La idea de tener que llegar a esos pasajes apocalípticos para descubrir la potencia de la cooperación despierta la ansiedad. Sí, es una novela de anticipación, pero quizás sea muchas otras cosas a la vez. Y por eso no te deja dormir.

La economía colapsa, las condiciones climáticas cada vez son más extremas, el agua escasea, el Estado apenas existe, la crisis energética se ha consumado y la violencia es la principal forma de relación humana. Morir es muy sencillo

La protagonista, Lauren Olamina, es una adolescente que observa el mundo que cae a su alrededor y deduce que colaborar es la única estrategia de supervivencia exitosa en el contexto en el que vive y con los recursos de los que dispone. Apuesta por ello, pone la vida en ello, reflexiona sobre ello, escribe y lo predica. La economía colapsa, las condiciones climáticas cada vez son más extremas, el agua escasea, el Estado apenas existe, la crisis energética se ha consumado y la violencia es la principal forma de relación humana. Morir es muy sencillo, y la mejor forma de no hacerlo es buscar a otros como ella y apoyarse mutuamente. La trama es tan simple como cruda. Las páginas te empujan hasta un lugar donde solo puedes preguntar qué podemos hacer (hoy) para no tener que volver a descubrir (mañana, cuando todo esté más oscuro) lo que ya sabemos que nos salva. La ciencia ficción puede tener una cualidad radicalmente política.

Tiempos distópicos

Cuando antes de cumplir los veinte años comenzaron a suceder cosas en mi cabeza que me desbordaron por completo (psicosis, fue la palabra que se le puso a aquella inmensidad), no podía dejar de pensar una y otra vez que el mundo me parecía grande, extraño, amenazante. Han pasado dos décadas largas y, desde hace meses, todas las noches vienen a visitarme esas tres mismas palabras: grande, extraño, amenazante. El mundo lo es, el mundo me lo parece.

¿Por qué he vuelto a ese lugar? Hay algunas razones evidentes y compartidas: pandemia, guerra en Ucrania, amenaza climática, desigualdad al alza, precariedad laboral o incremento sostenido del número de suicidios, etc.; la publicidad, siempre con el arma cargada, pone de su parte: cuando entro en mi cuenta de Instagram mientras voy al baño, la editorial Penguin me recomienda Rebelión en la granja y 1984, de Orwell: “Libros para tiempos distópicos”. Pero hay algo más allá, ya que al fin y al cabo el escenario tampoco era excepcionalmente prometedor en los estertores del siglo XX. Aquella experiencia tan abrupta y desmesurada a la que he hecho referencia en el párrafo anterior me causó un enorme sentimiento de soledad, una ruptura de vínculos y un distanciamiento progresivo de la realidad. Salí de allí porque vinieron a buscarme y porque tuve la determinación de dejarme sacar, porque, en definitiva, pude imaginar otros futuros posibles distintos a la ingesta de 20 miligramos de Zyprexa bajo el techo de la casa de mis padres. Y hoy hurgo en ese recuerdo con el objeto de poder pensarme y buscar salidas, para saber si este colapso que nos atraviesa a tantas personas es esencialmente social y material o es ante todo un colapso de la imaginación que inevitablemente nos arrastra a distintas soledades.

“Cuando lo Real irrumpe, todo se siente como si fuera un film: no un film que estás mirando, sino un film en el que estás dentro”, dejó escrito Mark Fisher. Me vale para describir lo que me pasó entonces y me vale para describir lo que sucede ahora. Si no fuera porque invierto considerables dosis de tiempo y esfuerzo en señalar las limitaciones y problemáticas que son inherentes a cualquier clasificación psicopatológica, diría que las palabras de Fisher explican con bastante exactitud eso de la psicosis. Y también creo que dan cuenta de la sensación de hastío, desconfianza y apatía política generalizada que estamos viviendo. Si no he vuelto al mismo lugar, se le parece. Capitalismo, locura y desesperanza: un cerrojo y también, quizás, un mapa.

Buscar al otro

Cuando salí del estupor provocado por los neurolépticos volví a enredarme poco a poco con los libros, y una de las lecturas en las que encontré un profundo consuelo fue Adorno. Le tengo cariño a ese filósofo. La capacidad de resistencia como autoafirmación, su nicht mitmachen: no participar, rehusar la conveniencia para cultivar una reflexión crítica, me atrajo enormemente en su momento. Hoy veo el concepto como un eco remoto, como un fantasma que se desvanece y me dice poco o nada. No me es de utilidad para los días en que vivo, donde he aprendido que ni sé, ni puedo, ni quiero pensar solo. Ya no busco en Adorno, busco en Lauren. Hay que salir adelante en mitad de un tiempo y un lugar donde las problemáticas comunes son remitidas a las esferas individuales de cada cual y se borra constantemente la posibilidad de un futuro significativo para capas cada vez más amplias de la población, donde se impone la sensación de que nada que tenga que ver con las condiciones de existencia va a cambiar. O nos quedamos como estamos, o vamos a peor. Dos opciones ya dadas de antemano, ningún mañana.

Hay que salir adelante en mitad de un tiempo y un lugar donde las problemáticas comunes son remitidas a las esferas individuales de cada cual y se borra constantemente la posibilidad de un futuro significativo para capas cada vez más amplias de la población

¿Cómo superar tanto extrañamiento y enormidad? Parafraseando a Castoriadis, uno no puede querer otra cosa si no puede imaginar otra cosa que lo que es. Si los ojos se han llenado de arena y el paso de los meses no es suficiente para llevarse la que cubre los dedos de las manos, creo que ha llegado el momento de buscar al otro más que nunca. Al menos más de lo que hasta el momento yo lo he buscado (lo que equivale a decir: desde y en los espacios políticos que he habitado y promovido). Cuando las fuerzas escasean es más necesario que nunca compartir proyectos, recursos y potencias para desplegar estrategias compartidas con las que dar respuesta a preguntas que van desde la supervivencia material a qué hacemos con la pena que no deja de abrirse paso en nuestros pechos. Aprender a estar juntos al borde del abismo es, en última instancia, de lo que habla Octavia Butler. Y también, quizá, la cuestión más urgente a la que nos enfrentamos.

 

La poesía empieza donde acaban las palabras: las poetas y el diccionario

 

02/03/2022

Las poetas, como las lexicógrafas, han intentado nombrar esos sentimientos, experiencias y saberes silenciados.

 

María Moliner es, probablemente, la lexicógrafa más conocida y respetada de nuestra historia filológica, estuvo 15 años trabajando en uno de los diccionarios más completos e interesantes de la lengua española. La primera versión y edición se publicó entre los años 1966 y 1967. Dos tomos y más de 3.000 páginas que se adelantaban unos cuantos años a la forma que tenemos de navegar en internet. Cada entrada te lleva a otra, como cada clic nos lleva a otra publicación. En su obra magna, Diccionario de uso del español, incorpora, junto a “diccionario”, la palabra “diccionarista”, que define como:

«Léxicógrafo». Persona que hace un diccionario.

Cuando María Moliner construyó su Diccionario, no existía la palabra “lexicógrafa”. Sin embargo, sí existía “feminismo”, que María Moliner ya definía en la primera versión de su diccionario como “doctrina que considera justa la igualdad de derechos entre mujeres y hombres. Movimiento encaminado a conseguir esta igualdad”.

En 1972, fue candidata a ocupar una de las sillas de la Real Academia Española (RAE), pero, como le había pasado ya a otras mujeres, no consiguió que la aceptaran. Así había sucedido en 1853, cuando la RAE denegó la entrada de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Y también en 1889, en 1892 y en 1910, cuando rechazaron en tres vergonzantes ocasiones a Emilia Pardo Bazán. Así que, cuando en 1972, la candidatura de María Moliner perdió frente a la de Emilio Alarcos Llorach, no supuso una gran sorpresa para nadie. Habría sido la primera académica de la RAE, pero tendríamos que esperar seis años más para que Carmen Conde se alzara con ese título en 1978. La RAE se había fundado en 1713. Esto es, tardaron 265 años en permitir que una mujer se sentara en la academia.

Hace unas semanas se incorporaba, a la silla d, Dolores Corbella, catedrática de Filología Románica y la primera académica canaria de la RAE. Corbella se definía en una entrevista como lexicógrafa, y añadía: “Una palabra que el Diccionario solo recogió a partir de 1984”. 

La lexicografía, como disciplina, viene de leksikós (λεξικόν), “colección de palabras de una lengua”, y gráphein (γραφειν), “escribir”. La lexicografía, por tanto, es la técnica de coleccionar palabras. O la técnica de recolectar las palabras lo suficientemente importantes como para entrar a formar parte del léxico de una lengua. Y si hay quien escribe relatos, poemas, ensayos… también hay quien escribe diccionarios. María Moliner, que sabía que la palabra “lexicógrafa” no estaba aceptada, utilizó con acierto “diccionarista” que, como la mayoría de términos que terminan en -ista, son de género común. Abolicionista, activista, alquimista, anarcosindicalista, artista… y un montón de voces más, no entienden de flexión de género, porque designan a todas las realidades. No entenderíamos un *activisto, por ejemplo. Cuando estas palabras han flexionado en masculino, lo han hecho buscando un prestigio viril y diferencial que, entendían, no aplicaban al genérico. Modisto/modista, por ejemplo, es una diferenciación que hacen quienes luego ridiculizan el jueza.

Las palabras, y su recolección en glosarios, también ha pertenecido a la esfera masculina. Los diccionarios elaborados por hombres se conocen por su apellido. Valgan como ejemplos el Corominas o el Casares. Pero cuando quien lo elabora es una mujer, se le añade también el nombre. El María Moliner, que no el Moliner. Son pocas, y tremendas, las mujeres que han dedicado su vida a coleccionar palabras.

La letra s de la RAE la ocupa la lexicógrafa Paz Battaner. Son de su autoría, entre otros, el Diccionario de uso del español de América y España (Vox, 2002); Lema. Diccionario de Lengua Española (Vox, 2001) o el Diccionario de Primaria. 9-12 años (Anaya-Vox, 1992).

La helenista Elvira Gangutia ha sido responsable de obras como Sobre el vocabulario económico de Homero y Hesiodo (CSIC, 1969); Vida/muerte de Homero a Platón: estudio de semántica estructural (Instituto Antonio de Nebrija, 1977), el Diccionario Griego-Español (1965) o Cantos de mujeres en Grecia (Ediciones Clásicas, 1994).

Inés Fernández Ordóñez ocupa el sillón P de la RAE y dirige, desde 1990, el Corpus Oral y Sonoro del Español (COSAR), formado con la colaboración de varias generaciones de sus estudiantes.

Natalia Mijáilovna Firsova (Наталия Михайловна Фирсова) (1929-2013) nació en un Moscú que pertenecía a la Unión Soviética y fue autora de diversas investigaciones sobre diccionarios ruso-españoles.

Eliza Grew Jones (1803-1838) fue una misionera y lexicógrafa estadounidense que creó una escritura romantizada para el siamés. Además, fue la autora del primer diccionario siamés-inglés.

Y podríamos seguir citando nombres: Josette Rey-Debove (1929-2005), que fue la primera lexicógrafa francesa y autora, entre otras obras, de Dictionnaire alphabétique et analogique de la langue française (Le Grand Robert), una obra en coautoría de seis volúmenes y referencia internacional para la elaboración de diccionarios con representación morfosemántica, y de Le Petit Robert (1967), el diccionario escolar por excelencia; la también francesa Noémi-Noire Oursel (1847-fallecimiento desconocido) que firmó, en 1886, la Nouvelle Biographie normandeFlora Osete (1883-fallecimiento desconocido), que realizó el Gran diccionario de la lengua castellana (1902-1932); Esther Martinez (1912-2006), lingüista y cuentacuentos, responsable del San Juan Pueblo Tewa Dictionary (1982); María Vaquero (1937-2008), que fue académica correspondiente de la RAE y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) e investigó sobre dialectología y lexicología del español caribeño; Natalia Mijéyeva (1954), autora del Diccionario Español-Ruso y Ruso-Español para todos, en coautoría con Natalia Firsova; o Miriam Urkia González (1965), doctora en Filología Vasca, especializada en lexicografía y nuevas tecnologías y académica de Euskaltzaindia, la Academia de la lengua vasca, quien recibió en 2019 el Premio Pluma de Oro por su contribución al euskera.

Que no reconozcamos sus nombres, no significa que no hayan existido, solo nos demuestra qué necesaria es la genealogía y la memoria.

“Mi mundo está lleno de cosas que no tienen nombre”, se oyó en una reunión de la asociación feminista de mujeres poetas Genialogías, con i. A nuestro mundo le faltan voces que nombren el “alumbre”, el “arrorró”, el “cuerpeo” o la “femirada”. Y, unidas en esta búsqueda de palabras, las poetas de Genialogías se pusieron a trabajar hasta que, hace unos meses, veía la luz la obra Diccionaria una (Genialogías/Ediciones Tigres de Papel, 2021). Se trata de una obra que da respuesta al esfuerzo y trabajo colectivo, a la preocupación y la orfandad de palabras. Hay mucho amor en cada entrada, se ha discutido cada acepción para que nuestro mundo pueda ser, cada vez, más nombrado. Como una reunión junto al fuego, las mujeres han tejido juntas, huyendo del carácter normativo y buscando la caricia sorora y verbal con sus definiciones.

Tras esta Diccionaria una hay mujeres, hay una asociación pequeña y una editorial independiente y maravillosa (Tigres de Papel). Unos meses después, un gigante editorial saca un libro con el mismo título, mismo color pero espíritu contrario. El segundo no homenajea el mundo de la mujer que carece de nombre, sino que hace una burla zafia de lo femenino. No es casual. Al gigante editorial se le avisó de la existencia del primer libro, pero la respuesta fue el silencio y la ignorancia.

En Diccionaria una se define “diccionaria” como la “recolección y siembra de palabras con que las mujeres nombran sentimientos, experiencias y saberes silenciados o no expresados antes de forma satisfactoria para ellas”.

Las poetas, como las lexicógrafas, han intentado nombrar esos sentimientos, experiencias y saberes silenciados.

Marta Marco Alario (Guadalajara, 1979) publicó en Las flores y el yelmo (Huerga y Fierro, 2019) un poema que vincula la paz y la palabra. En el momento de escribir este artículo, la guerra y la paz vuelven a helarnos la sangre:

Las (trece) rosas

No quiero
que mi hijo desfile,
que los hijos de madre desfilen
con fusil y con muerte en el hombro;
que jamás se disparen fusiles
que jamás se fabriquen fusiles.
(Ángela Figuera Aymerich)

Escribo mi nombre con letras de sombra y agua.
Dibujo mis miedos con pinceles de noche y sal.
Con fuerza de ámbar y asombro.
Con arraigo de nogal.Imploro una paz sin batallas.
Y mil palabras.
Auguro días llenos de noche
y noches que duermen bajo mis sábanas.
Presiento palabras que cuelgan a media asta
y sones sin himnos que emanan de cálices vacíos.
Relumbra a lo lejos el cainismo patrio.
Resuena a lo lejos el ladrido de los perros.
Retumba un tambor.

El muchacho, al borde de la tapia, cae al suelo.
El olor de la sangre inflama el aire
y se oye,
el dolor seco de una madre que se rompe.
Y yo escribo mi nombre con letras de sombra y agua.
Y siento la aspereza de la soga
desecándome la garganta,
vaciándome de palabras
y asfixiando mis ansias de paz.

Pido la paz,
aunque sea con palabras.

* * *

 

Y también sobre la guerra nos habla Bibiana Collado Cabrera (Burriana, 1985), quien apunta cómo el opresor domina la lengua y las acepciones. En Violencia (La Bella Varsovia, 2020), propone este texto:

La palabra despecho

La palabra despecho constituye
un éxito del lenguaje
-y el lenguaje siempre es patrimonio del opresor-.
La palabra despecho desactiva
todo discurso, anula cualquier
fisura. Convierte en indecible
la quemazón que origina la cuerda.
La palabra despecho produce Casandras,
dibuja márgenes, construye afueras
donde replegarse, rincones de pensar
que nos convenzan de que todo era válido
durante la guerra pero la guerra ha acabado.
El lenguaje nos niega la rabia del vencido,
condenándonos al llanto blando de la pérdida,
borrando cuidadosamente cada uno
de los trazos infringidos sobre el cuerpo-alfabeto
de mi lengua.
La palabra despecho no me deja decir
la palabra víctima.

* * *

La palabra sirve para hablar de la guerra, para encontrar la paz y también para sanar. Y así lo vio la argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972):

La palabra que sana

Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.

* * *

Con la palabra nombramos el mundo y nos reconocemos en él. Y también buscamos la belleza que a veces nos sana y nos trae la paz. Así lo cuenta la poeta María García Zambrano (Elda, 1973), en un poema del que extraemos este segundo fragmento:

La belleza

IICuanto sé de la belleza se aloja
en la palabra Árbol
la rama de una latitud crecida     en la columna
la raíz
o símbolo
de la supervivencia.

De la belleza reconozco el grito
sobre la genealogía antigua
de los tullidos.
Y aprendo extramuros:
la soledad no es un idioma que habiten las aves.

* * *

La argentina Marisa Martínez Pérsico (1978) ha publicado recientemente Principios y continuaciones (Pre-Textos, 2021), donde reflexiona sobre la palabra y el sentido de las cosas.

Las palabras y las cosas

Visitamos, María, un país ajeno
ahora que sabes leer.
No hay cartel que no infrinja la aduana de tus ojos:
«Bistro Viena» «Muzeul de Istorie» «Anticariat»Vas deletreando el mundo con sorpresa,
cansada y balbuciente mientras fundas
una antigua ciudad por la palabra.

«Sa-tu / ma-re» «Ba-ia / ma-re» «Stru-del / me-re»

Sentirás en el cuerpo el desengaño,
que es un arco tendido
entre el verbo y la idea,
lo arbitrario que anuda los nombres a las cosas
en futuros destinos que te aguardan.

¿Qué nos dice una imagen acústica de un sueño?
¿De la risa? ¿El silencio? ¿Las mentiras?
¿De un perfume?
¿Del color azafrán?

«Biserica» «Patimilor» «Catedrala»

De la mano cruzamos las esquinas de un idioma extranjero.
No basta un alfabeto
para encontrar sentido.

* * *

Y sobre las palabras y sus vestidos según el contexto, reflexionaba Mercedes L. Caballero (Córdoba, 1975) en Al final de las letras (Editorial Ménades, 2021):

Caligrafía

Un rastro de humo gravita en la lengua,
frío hartazgo estrangulador de signos.
Discursos enfundados en mallas de níquel,
la osadía, este cansancio.Jamás las palabras lamentaron tanto un contexto.

* * *

Marta Eloy Cichocka (Cracovia, 1973), incluía en En jaque, poemas selectos, con traducción de Abel Murcia, este poema de Wejście ewakuacyjne (Entrada de evacuación), de 2003:

donde acaban mis palabras

la poesía acaba allí donde empiezo yo
y mis torpes cimas mis engañosos valles
los rayos de sol en los pasillos del iris
treinta grados bajo cero treinta gradosa la sombra

de las alas del ángel de la guarda de una historia totalmente
distinta con la boca como huesos de arrogantes albaricoques
de teñidos melocotones cerrada por los siglos
de los siglos aparentando la mejor de las monedas en las cadenas

de tus brazos

condenados al exterminio como Venecia y París
como peregrinajes borrachos de caracoles cornudos
a través de la carretera húmeda a través de la palma seca
de la mano que silenciará este poema y entonces finalmente

podremos quedarnos dormidos

la poesía empieza donde acaban mis palabras

* * *

Rosa Silverio es una poeta dominicana, Premio Nacional de Poesía de su país, y residente en Madrid. Ha escrito algunos de los poemarios imprescindibles de la poesía contemporánea, como Matar al padre (2014) o Invención de la locura (2017). En Mujer de lámpara encendida (2016) se incluía este alegato a las mujeres y las palabras:

Una mujer puede cantarle a cualquier cosa

Una mujer puede cantarle a su casa
a la silla
a la pata de la silla
o a su mesa
a todo cuando vive y existe
a la intimidad y al deterioro
al silencio… sobre todo el silencio
a lo que ha callado durante tantos siglos y ahora nombra
Una mujer puede escribir cualquier cosa
escribir, por ejemplo, de todo lo que no han dicho sus predecesoras
hablar del mar, de las sombras, de la luz
del dolor que siempre le acompaña
de la canción no aprendida por la estrella
del escandaloso río que lleva en su espalda
del pan que amasa, del fruto que arde
de la violencia que la ha roto en mil pedazos
porque una mujer libre puede hablar de su sangre
y de su muerte
de lo que oculta debajo de su falda
del vacío, de todos los vacíos
y de la jaula del pájaro que habita su cabeza
Una mujer puede cantarle al amor y a la patria
como le canta al sexo y a la piedra
como le canta al miedo que la oprime
al espejo que la empequeñece cada día
al desastre, a la fiebre y al delirio
Una mujer puede escribir sobre el padre y burlarse de los dioses
puede además cerrar los ojos y derramar alguna lágrima
puede permitirse parir y tener hijos
o clausurar su útero con ceniza y aguacero
puede, también le está permitido
rescatar el lenguaje, amarlo
o desmembrarlo sin piedad en un poema
Una mujer que le canta a su casa
a la silla
a la pata de la silla
o a su mesa
puede escribir de la negación o el reconocimiento
puede consumarlo todo, beberlo todo
orarle a Dios o desafiar a la manada
porque una mujer que canta ya no es sombra, ni cárcel, ni cerrojo
sino una ventana desde la que se reparan todos los silencios
y se construyen al fin todas las palabras.

* * *

Al final de su vida, María Moliner desarrolló arteriosclerosis cerebral, una enfermedad que le provocaba pérdida de memoria. La bibliotecaria que creó la joya lexicográfica del español se olvidó de las palabras que había ido recogiendo para nombrar nuestro mundo.

La asociación Genialogías publicaba hace unos meses un Diccionaria una para nombrar todo aquello que no tenía nombre y que no podíamos encontrar en el diccionario, como la propia “genialogía”, que definen con una triple acepción: “1. Ágora de las mujeres poetas que reconocen, valoran y nombran su origen y su tradición. 2. Lugar imaginario que busca espacio en la topografía real; es logos de la genia y es apertura y revisión del logos. 3. Casa de las mujeres».

Sirva este artículo como abrazo-homenaje a todas las casas de las mujeres que han sido alguna vez un diccionario, una reunión junto al fuego, una antología o este Pikara Magazine.

 

“Absit”: un relato de Angélica Gorodischer

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El cuento de ‘La Chivata’, de Luisa Carnés

Ofrecemos en exclusiva este cuento de Luisa Carnés (1955), que se acerca a la causa republicana desde la mirada particular de las mujeres represaliadas en el franquismo

 
 
 

Niños en el patio de la prisión maternal instalada en la cárcel de Ventas. 1955. (Archivo Regional de la Comunidad de Madrid)

Luisa Carnés

26 de mayo de 2017 11:27h

I

¿Quién era? No podía ser la madre del niño recién nacido, de aquel niño de piel rosada, llena de arrugas, cuyos puñitos apretados eran los únicos puños que podían cerrarse ante las miradas agudas de las celadoras. No podía ser la madre recién llegada, cuyo hijo acababa casi de abrir los ojos a la luz de aquellas galerías, cuya claridad no descubría graciosos pájaros, ni iluminaba un solo árbol, un árbol siquiera, que pudiera contar el paso de las estaciones con su desgranar de capullos en cada rama o su crujir de hojas secas bajo los invisibles dedos del viento. No podía ser aquella madre nueva, cuyos labios pálidos sellaban el camino de la libertad del marido («Podéis matarme, pero no diré por dónde se fue»).

 

Su cabello apretado en rueda sobre la nuca todavía no encanecía. Sus manos alzaban al hijo para que recibiera el rayo de sol que paseaba despacio, de doce a una, por el patio, para que recibiera el aire delgado que a las oscuras celdas no quería pasar. No podía ser tampoco la madre del niño doliente, que no sabía lo que era un caballo, ni menos aún conocía la leche de la vaca mugidora, e ignoraba que dos hileras de casas formaban una calle, y varias casas puestas en rueda forman una plaza. El niño de piernas de alambre, que desconocía otras aves que no fueran aquellas que cruzaban por encima del penal, con un ruido que hacía temblar todos sus pequeños huesos.

No podía ser tampoco la maestra. La maestra no era joven ni bella. Sus manos se habían deformado con ropas ajenas. Había lavado en lavaderos públicos, en pilas frías, por las cuales pasaban ropas de todas partes, pero sobre todo señaladas con un signo (USA) que la maestra conocía muy bien; en lavaderos de hospitales, oscuros, húmedos, acompañada a veces de algún cadáver, en espera de la noche para ser rescatado por la tierra. Así se enclavijaron los dedos de sus manos, mientras los niños españoles no sabían que dos y dos son cuatro. Cuando en las batas tiesas de un hospital aparecieron unas hojitas en contra de Franco y de los yanquis, la maestra fue puesta en cautiverio. Y ahora sus dedos torcidos apenas pueden sostener el pedazo de lápiz que escribe, para los hijos de las presas, cuántos días tiene un año sin leche, sin pájaros, sin juguetes, y con aquellas grandes alas de metal norteamericano traspasando los aires… No podía ser tampoco la maestra.

No podía ser la anciana de los zuecos (otro beso de amor sobre un camino). Le preguntaban «¿Dónde está tu hijo?», y ella respondía «¡Sábelo Dios!». Y ahora estaba allí, en el día eterno de la cárcel, con sus viejos zuecos, que nadie podía arrancarle de los pies y que producían durante todo el día un ruido seco por las galerías y el patio, añorando las viejas piedras de la aldea. No podía ser tampoco la vieja de los zuecos

¿Pues quién entonces?, ¿quién era? ¿Carlota, la de los ataques; Jacinta, la Madrileña; Pepa, la Tuerta (culpa fue del vergajazo de la funcionaria); Maruja, la Liviana (flaca como un perro flaco, saltarina y ligera como un alambre azotado por el vendaval); Filo, la Asturiana; Carmen; Amparo…? ¿Quién de ellas? ¿Cuál de todas aquellas sombras de mujer era «ella»?

—Bueno, yo no digo que si aquella o la de más allá, pero entre nosotras está la prójima.

—¿Tú, no quedrás decir…? Pero, ¿por qué me miras? ¿Tengo yo cara de chivata?

—¡Mía esta!… Estás enfrente de mí. A algún lao tiene una que mirar.

—Pero, casualmente, me has mirao a mí.

—Pues eso habrá sido, casualmente… ¡Mía esta!

Estaban en el patio. El sol, ya alto, apenas calentaba. Alto, alto. La madre joven levantaba a su hijo entre las manos —el niño de carina menuda, como una cereza arrugada—, pero no lograba que el infante alcanzara aquella débil flecha amarillenta que apuntaba a una pared gris. La Liviana tiritaba dentro de su toquilla negra, y con sus largos brazos rodeaba su propio cuerpo. Carmen, María, Angustias, Filo, hacían guantes y pañitos de perlé, y la anciana de los zuecos medía las losas frías de aquel pozo que se comía los colores, los senos, las caderas, la juventud de las reclusas.

—Tú dices, pero una tiene que recelar de todo. Aquí todas somos de confianza, pero ¿quién dio el soplo el día de la clase política?, ¿y la noche de la lectura del periódico? ¿Cómo se supo quién escondía la bandera republicana el año pasado?

—Tiene razón. Todo eso es más que sospechoso. Las funcionarias no son adivinas. ¡Hay que ahorcar a la que… !

—No puede ser una política.

—Tié que ser una de las comunes, que se haya infiltrao.

—¿Pero quién puede ser, quién? Otra vez a mirar, a buscar con los ojos, en los ademanes, de un grupo en otro (no podían ser más de cinco). ¿Quién? ¿Quién? Y otra vez, la misma de antes:

—¡Y dale!… Mira pa’ otro lao, tú.

—¡Pues a algún sitio tengo que mirar, ¡mía esta!…

Siguieron mirándose unas a otras después, en el comedor, y más tarde al formar en la galería para que las contara la celadora. Y en los días que vinieron. No había descanso. No se sabía quién era, pero se la sentía en todas partes. Se la sentía como algo impalpable, pegajoso y frío, algo que enmudecía el labio y hacía cerrar las manos debajo de los delantales y en los bolsillos de las batas. Era algo contra lo que era difícil luchar. Porque, ¿cómo se defiende la gente de una sombra? Y eso era la chivata, una sombra que resbalaba sobre el patio y la galería; una oreja adherida a todas las celdas, arañando en todos los cerebros y robando los pensamientos, quizá antes de que nacieran.

Había introducido en el penal algo peor que el hielo: la desconfianza. La desconfianza sellaba las bocas y enfriaba los corazones de las presas. Los corazones, antes tan encendidos en amor. Se cerraban las mujeres dentro de sí mismas como lo hacían cada noche en las celdas con sus cuerpos las funcionarias. Y en la oscuridad casi total — solo la pequeña bombilla de carbón al final de la galería— se adivinaba al poder maligno deslizándose ante las puertas, captando los suspiros, las lágrimas, los anhelos de libertad y de justicia, la nana de la madre joven, de pechos henchidos, que soñaba para su hijo un rayo de sol, como la madre del niño raquítico soñaba para el suyo un caballo con cola de algodón.

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II

—Os digo que es ella.

—¡No puede ser!

—Es la que mejor cumple las tareas.

—Con su cuenta y razón.

—Es la primera que reclama a las funcionarias…

—Y hasta la metieron en celda de castigo el mes pasado.

—Sí, menuda celda de castigo… ¿Sabéis cómo se llama su celda?; la Puerta del Sol. Mi hermana la vio en la calle hace dos semanas.

—¿Cómo es posible?

—Toma, siéndolo. Entra y sale de la cárcel como Pedro por su casa. ¿Qué más pruebas queréis?

—Si fuera verdad, era para matarla.

—Y tanto que lo es. Mi hermana no inventa infundios. Me lo escribió en un papelito. Aquí está. Pasarlo a las demás, con cuidado.

—Sí, con tiento… La anciana de los zuecos contaba baldosas en el patio. La madre joven había conseguido al fin que su hijo aprisionara en sus puñitos cerrados el rayo de sol, y reía:

—¡Qué rico solecito para mi niño!

Carmen, Filo, Carlota, María y Angustias movían entre los dedos las agujas de hacer croché. El pequeño papel blanco pasó entre sus dedos ligeros, entre los aleteos juguetones. En él unas letras a lápiz decían: «Cuidado con la Liviana. La he visto en la calle». Entre los dedos de la última se convirtieron en diminutos pétalos, que más tarde desaparecieron en el retrete.

—¿Lo creéis ahora?

—¡Qué horror!

—Es la más interesada en las clases políticas.

—La más interesada en la lectura del periódico.

—¡Qué descanso para todas!

—Cuando yo decía que «ella» estaba entre nosotras…

—Pero lo decías mirándome a mí.

—¡vaya manía que te ha entrao! Bien sabe Dios que no te miraba a ti ni a ninguna, pero desconfiaba de todas. Alguna de nosotras tenía que ser.

—Eso sí.

—¡Y pensar que ella tiene el secreto de nuestro trabajo!

—Y sabe cómo entran las cartas en la cárcel.

—Y cómo salen.

—Ya se nos estropeó lo del 14 de abril.  

—¡Que te crees tú eso!

—veréis como hay cacheo el 14.

—¿Y qué que lo haya? En peores nos hemos visto.

—¡Y tanto!

—Callarse, que ahí viene…

Pero como eran cinco en el corro, la Liviana pasó de largo.

—¿Se habrá olido algo? Es muy larga.

—Es que somos cinco.

—Es verdad.

—Cumple bien el reglamento.

—Demasiado bien. La madre aupaba en sus brazos al niño recién nacido, que seguía apretando en sus puñitos el sol, que tendía a escaparse.

—¡Qué solecito tan rico para mi niño!

Los zuecos de la anciana seguían arañando las losas del patio, buscando acaso los perdidos pedruscos de la aldea.

III

Ya el sol calentaba aquel 14 de abril, pero a nadie le extrañó ver a la maestra envuelta en la manta de su catre. Llevaba algunas semanas que se quejaba de tercianas, pero apenas le hacían caso las funcionarias, y por todo tratamiento le suministraban dos aspirinas al día. A nadie le extrañó verla aquel 14 de abril envuelta en la manta, tiritar bajo el sol alegre, que envolvía en su calor al niño de carita de cereza arrugada, como metida en alcohol.

A pesar del cacheo de la mañana, las funcionarias no habían prohibido la hora del paseo en el patio, aunque estaban más vigilantes que de costumbre en las galerías altas que miraban al patio. Por la mañana, después del desayuno, cuando las reclusas atendían al aseo de sus celdas, sonó un timbre largo rato, y la jefa de galería apareció a lo lejos.

—¡Cacheo tenemos!

Venía la jefa acompañada de otras dos celadoras de la prisión. La jefa gritó:

—¡Todas afuera! ¡Cada una de pie al lado de su celda! Las celadoras subalternas registraron a las mujeres una por una. Registraron las celdas, una por una. Nada quedó sin registrar. Sus manos palpaban las pobres prendas remendadas, arrancaban de las paredes los retratos familiares, deshacían los catres.

—¿Dónde están las banderas?

—¿Dónde las habéis metido, cochinas? Cien banderas que se había llevado el viento. —Buscad, no dejéis nada sin mirar.

Otra vez, las manos temblonas de las celadoras rasgaron papeles y arrugaron trapos limpios. Los libros, si alguno había, quedaban destrozados. Dentro de los secos pechos de las tres celadoras, los corazones negros trepidaban como locomotoras.

—¿Dónde están?… ¿Dónde las habéis metido?

Las cien mujeres de aquella galería aparecían tiesas, pegadas a las puertas de sus celdas abiertas. Eran cien estatuas sin vida. Los ojos miraban fríamente a las tres mujeres que destrozaban sus pobres prendas. Levantaban los colchones de borra apelmazada, vaciaban los viejos baúles, las cajas de cartón, donde crecían las labores de croché que más tarde venderían en la calle los familiares de las presas; el trabajo que se convertiría en mejor pan, en «café, café», o en lana para los calcetines del invierno. Todo era apretujado, pisoteado, pero las banderas no aparecían. Y en aquella galería había cien mujeres. Las mujeres eran estatuas erguidas ante sus celdas.

Entre ellas estaba la de la Liviana, desarticulados los largos brazos y piernas, pegada a la puerta oscura como una delgada oblea. Y la madre joven, rebosantes los pechos hasta mojar la fea bata. Y la anciana de los zuecos, impaciente por emprender su interminable caminata en busca de la aldehuela que no se vislumbraba en patios ni pasillos. Y la maestra, tiritando de frío en 14 de abril.

—¿Por qué tiemblas tú? —inquirió la jefa.

—Me siento mal.

—Tiene calentura —dijo la madre joven.

—Cuando acabéis, dadle a esta dos aspirinas —ordenó la jefa a las celadoras.

Media hora más tarde quedaron solas las reclusas. Cada cual se entregó a la tarea de arreglar sus pobres bienes destrozados. Reían y cantaban, y se abrazaban unas a otras. Una vez que la Liviana intentó abrazar a una de ellas se sintió rechazada, y oyó una voz muy baja que le dijo:

—¡Quita de ahí, Judas! 

La Liviana fingió no haber oído nada. Siguió haciendo su vida ordinaria: el taller, la labor de croché, como todas. Nadie le volvió a decir nada. Pero empezó a sentirse sola. A la hora del paseo en el patio comenzó a sentirse sola. Sorprendió en sus compañeras miradas que no conocía. Le llegaba un sordo rumor de voces, como el ruido airado del mar cuando se escucha desde lejos, al otro lado de una montaña. Abría mucho los ojos y los oídos pero nada oía ni veía, salvo las miradas extrañas, que avanzaban hacia algo, que buscaban algo sin acabar de posarse en nada. Y aquel ruido sordo de las voces sin palabras, aquel como fino oleaje que la cercaba… Arriba, en la galería superior, las celadoras vigilaban el patio, pero estaban muy lejos. No podía reclamar su atención. No encontraba el medio de comunicarles su miedo, de hacerlas partícipes de aquella amenaza que sentía sobre sí y la llenaba de temor. Nunca supo lo que era el temor, esa cosa que enfría las manos y paraliza las piernas. Eso que debían sentir las presas políticas cuando la Falange las llamaba a declarar a la dirección de Seguridad, y que ella desconocía.

Desde arriba las celadoras veían el patio como lo veían siempre, florecido de cabezas de mujer a falta de flores auténticas, ni siquiera con la más leve brizna de hierba asomando entre las piedras. No podía traspasarlas aquel sordo rumor como de mar que comienza a embravecer. No podían ver aquellas miradas que cambiaban. Ahora tenían una expresión solo captada por la Liviana, aquellas miradas que al fin convergieron en un punto, como aquel que llega a una cita. Y acallaron aquel rumor, que no tenía nada de humano, para dar paso a un grito extraño, desarticulado, que no era de temor ni de alegría ni de odio, proferido por cien gargantas. Que ahogó el de la Liviana antes de nacer. En el barullo alguien dijo:

—Todavía están ahí las funcionarias.

Y alguien:

—No importa. Tiene que ser ahora. Así se acordó.

La manta en que se arrebujaba la maestra voló sobre muchas cabezas. El grito se dividió en gritos. Pero ahora eran de alegría, contenida por mucho tiempo, más bien desconocida de siempre. Era la locura del silencio transformado en voz y luego en cántico. Cantaban canciones infantiles, y mientras las sílabas formaban en sus labios palabras candorosas, las voces eran aullidos sin forma que atraían las miradas de las celadoras de la galería superior. Cantaban y golpeaban sobre la manta de la maestra con tercianas que, después de revolotear sobre las cabezas, había caído al suelo. Golpeaban sobre la manta con risas y alaridos.

La madre joven entregó a su hijo a la vieja de los zuecos y golpeó también con fuerza. Todas golpeaban ciegamente encima de la manta, con los pies y las manos. Golpeaban por ellas y por las demás reclusas del penal. Golpeaban por sus hombres presos o muertos, por sus propias penas y por las ajenas. Golpeaban por los cautivos víctimas de las delaciones, por los eternos días de la cárcel, por las noches sin sueño, por los años sin pan y sin leche, por la juventud sin amor, por la niñez de los niños que no conocían de España más que unas celdas estrechas y unos altos muros grises…

Cuando aquel flaco cuerpo de la Liviana, aquella fea rata delatora, dejó de ofrecer resistencia debajo de la manta, sintieron miedo, un miedo colectivo, que es más profundo y trágico que el miedo de un solo ser, que es un miedo que no cabe en el mundo. Pensaron: «La hemos matado». No, ellas no querían matar. No querían devolver muerte por muerte. Querían castigar. Demostrar a las celadoras que la chivata no había podido interrumpir en la cárcel el trabajo de las políticas, cortar su apasionada esperanza, su confianza en el mañana de España y la propia confianza, la amorosa confianza de unas en otras, la mutua ayuda, la solidaridad, la comprensión. Todo eso tan bello, tan alentador, que las ayudaba a sobrellevar la larga espera redentora, el mañana español que sería esplendoroso, como lo era ya para otros pueblos de la tierra…

Con temor, alguna tiró de una punta de la manta de la maestra y se vio a la Liviana moverse, sentarse en el suelo, recogerse sobre sí misma, extender sus brazos, con aire dolorido, a las celadoras, que miraban la escena con estupor, que hasta entonces no comprendieron.

—¡Socorro! ¡Me matan! —gritó la chivata con las pocas fuerzas que le quedaban.

Y las celadoras acudieron de todas partes en su ayuda. Pero iba a ser difícil encontrar a las culpables. Habría que castigar a las cien mujeres de las cien celdas del piso bajo del penal. Mientras la Liviana era atendida en la enfermería de los golpes sufridos aquella noche del 14 de abril, en las celdas del piso bajo, cien voces gritaban una canción de la guerra española que en este momento, para las reclusas, era una canción de victoria: El ejército del Ebro, una noche el río pasó, y a las tropas invasoras, buena paliza les dio.

Cuando las funcionarias encendieron las luces de la galería baja, cien banderitas republicanas ondearon a través de los ventanucos de las cien celdas, bajo las bombillas de carbón.

10 cuentos de Horacio Quiroga

Cuentista y periodista, nació en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1878. Maestro del relato breve y uno de los mayores cuentistas de todos los tiempos, fue colaborador de La Nación y de las revistas Caras y Caretas y Fray Mocho. Entre sus libros se destacan Cuentos de amor, de locura y de muerte, Cuentos de la selva y Anaconda. Su vida, marcada por la tragedia, acabó por decisión propia cuando, enfermo de cáncer, apuró un vaso de cianuro el 19 de febrero de 1937.

 
 
31-12-2013 | 00:54
Telam SE

 

1|La gallina degollada

“Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta…Leer cuento completo. (Publicado en Cuentos de amor, de locura y de muerte, en 1917).

2|La gama ciega

“Había una vez un venado —una gama— que tuvo dos hijos mellizos, cosa rara entre los venados. Un gato montés se comió a uno de ellos, y quedó sólo la hembra…Leer cuento completo. (Publicado en Cuentos de la selva, en 1918).

3|El almohadón de plumas

“Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento…Leer cuento completo.  (Publicado en Cuentos de amor, de locura y de muerte, en 1917).

4|La abeja haragana

“Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo...Leer cuento completo. (Publicado en Cuentos de la selva, en 1918).

5|El espectro

“Todas las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe, Enid y yo asistimos a los estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de hielo nos han impedido introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra del teatro…Leer cuento completo. (Publicado en El hombre muerto en 1920).

6|Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre

“Había una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran ruido…Leer cuento completo. (Publicado en Cuentos de la selva, en 1918).

7|Las medias de los flamencos

“Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y a los peces. Los peces, como no caminan, no pudieron bailar...Leer cuento completo. (Publicado en Cuentos de la selva, en 1918).

8|La tortuga gigante

“Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse…Leer cuento completo. (Publicado en Cuentos de la selva, en 1918).

9|Los Mensú

“Cayetano Maldana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a Posadas en el Sílex con quince compañeros. Podeley, labrador de madera, tornaba a los nueve meses…Leer cuento completo.  (Publicado en Cuentos de amor, de locura y de muerte, en 1917).

10|La guerra de los yacarés

“En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían peces, bichos que iban a tomar agua al río…Leer cuento completo. (Publicado en Cuentos de la selva, en 1918).

  • fuente
  • https://www.telam.com.ar/notas/201312/46467-10-cuentos-de-horacio-quiroga.html

La escritora uruguaya Cristina Peri Rossi ganó el premio Cervantes de literatura

Escribió siempre, en muchos registros y tonos pero con una precisión constante: la poeta y autora rioplatense nacidad en 1941 es incorrecta en la elección de sus temas y la modernidad de sus versos es refrescante. Predijo la pandemia y nunca tuvo miedo de estar fuera del clóset. 

Paula Jiménez España
Por Paula Jiménez España
La poeta montevideana, de 79 años, empezó a circular en la literatura a sus 30 años. Fue multipremiada y traducida a más de veinte países.
La poeta montevideana, de 79 años, empezó a circular en la literatura a sus 30 años. Fue multipremiada y traducida a más de veinte países.
 

A medida que avanza la lectura de Detente, instante, eres, tan bello, la poesía reunida de la poeta y narradora Cristina Peri Rossi, crecen la agudeza, el ingenio y el humor que acercan su registro al de la argentina Susana Thenon o al de la italiana Patricia Cavalli, (quien se definió a sí misma como una poeta nada espiritual, autopercepción que a Peri Rossi, arriesgo, podría caerle muy simpática). Esta montevideana exiliada desde 1972 en España, dónde publicó en primera edición 15 de sus 16 títulos editados desde 1971 hasta Las replicantes en 2016, cultivó la precisión en su lenguaje, la austeridad en sus construcciones y la insumisión en sus tópicos. Sobre todo el tópico de la visibilidad lésbica que ya en “Evohe”, su primer libro, definió un rumbo único entre todas sus contemporánexs.

En una entrevista de 2009 (actualmente su salud casi no le permite seguir en diálogo con el periodismo) rechazó, moderadamente, la influencia de la romántica Delmira Agustini: posiblemente no, dijo, y en cambio aceptó, también con moderación, la de la esencialista Idea Villariño, de la que dijo: posiblemente sí. No explicó nada sobre esa influencia, pero quizás no se deba solo al estilo intenso y esquelético de muchos de sus versos, sino al lugar que Idea le dio a la sexualidad (¡una señora de 1920 hablando de orgasmos!), sin recurrir a la pátina devocional ni a ninguna rimbombancia. Así que es lícito imaginar que también Idea podría haber participado de una ya imposible reunión de amigas dónde todas ellas se sentaran, whisky en mano, a ironizar sobre este mundo hecho percha (y que además la invitaran a Hebe Huart).

 

Sexualidad abierta y honestidad poética

Es de verdad lamentable no poder hablar con Cristina para esta nota, no tener la posibilidad de preguntarle, por ejemplo, como es que se animó, apenas puesto un pie en los setenta, a escribir un poema como este: Silencio. / Cuando ella abre sus piernas/ que todo el mundo se calle./ Que nadie murmuré/ ni me venga/ con cuentos ni poesías/ ni historias de catástrofes/ ni cataclismos/ que no hay enjambre mejor/ que sus cabellos/ ni abertura mayor que la de sus piernas/ ni bóveda que yo avizore con más respeto/ ni selva tan fragante como su pubis/ ni torres ni catedrales más seguras./ Silencio./ Orad: ella ha abierto sus piernas./ Todo el mundo arrodillado. 

Su honestidad poética y la sexualidad nunca encerrada en un armario por si los privilegios se retoban, no parecen haberle interesado demasiado a un periodismo dispuesto a indagar sobre sus opiniones acerca de la poesía latinoamericana y poco sobre la mala palabra de la insurrección sáfica. De todas formas, basta leer Detente instante, eres tan bello para entrar plenamente en ese universo donde Peri Rossi le habla a sus lectorxs desde una cercanía lesbianizante (todes somos lesbianas gracias a la empatía que generan sus versos) y a través de una poética generosa, que no se guarda nada para sí. Será porque como ella misma reflexionó en una nota “el humor está presente en muchos de mis libros, también como una forma de crítica y de terapia: reírnos de nosotros mismos alivia la hipertrofia del ego”. El ego sería, precisamente, esa fuerza de acumulación que no suelta las amarras del discurso y que por momentos vuelve a cierta poesía criptica y/o solemne, defendida, a diferencia de la reunida en este libro que es el primero de Peri Rossi editado en la Argentina. 

En los últimos años el mercado editorial republicó la obra de Cristina Peri Rossi

La poesía no sirve para ganar dinero

Llama la atención la omisión, dice el editor de Caballo Negro, Alejo Carbonell. Y es cierto. Razones de sobra hay para publicarla: se trata de una poeta de 79 años que empezó a circular a los 30, que fue premiada y traducida, y que además es exitosa a nivel ventas, tanto en las pampas bárbaras de Sudamérica como en el viejo continente. Recibió el Premio de Poesía Ciudad de Palma de 1975, Premio Internacional de Poesía Rafael Alberti, Premio Extraordinario de Poesía Iberoamericano Fundación Banco Exterior, Premio award book Princenton, Premio Don Quijote de Poesía, Premio de Ciudad de Torrevieja y el Premio Fundación Lowe. Por su parte, Cristina no desperdicia el capital que le otorgan los reconocimientos recibidos para obtener el rédito del humor. En el poema “I love Cristina Peri Rossi”, del libro Playstation de 2009, escribió: En el portal de Amazon/ aparece mi nombre/ al lado de Michael Jackson/ Madonna y George Clooney/ venden camisetas en tres tallas/ (…) las camisetas blancas/ tienen una inscripción/ en letras rojas: I love Michael Jackson/ I love Madonna/ I love Cristina Peri Rossi/ mi nombre es más largo/ ocupa más espacio./ Me pregunto quién habrá tenido/ la alocada idea de quererme en camisetas/ de Amazon.

Y hablando de soportes tecnológicos, asombra que “Detente, instante, eres tan bello” (una cita extraída del Fausto) cierre con un poema inédito de 1996 que se llama “El mundo del futuro” dónde la autora describe una sociedad de encierro y virtualidad exactamente igual a la que se consumó durante la pandemia. Sin dudas, es una visionaria, una adelantada a su época, que no reprimió nunca su lucidez ni su visceralidad. Cristina Peri Rossi, la poeta lesbiana que no tuvo miedo de decir su nombre, a pesar de haberse ganado el mote de infiel de parte de sus novias, desde los primeros poemas hasta los últimos se mostró fiel a su profunda insumisión y sí misma y asumió las consecuencias. 

Escribió en el poema “Para qué sirve la lectura”: Me llaman de una ciudad/ y me piden que escriba/ cinco folios sobre la necesidad de la lectura/ No pagan bien/ ¿quién podría pagar bien un tema así?/ Pero de todos modos/ necesito el dinero (…) Llamé a los de la editorial/ y les dije creo que para lo único que sirve la lectura/ es para escribir poemas/ no puedo decirles más que eso/ entonces me dijeron que un poema no servía/ que necesitaban otra cosa.

fuente 

https://www.pagina12.com.ar/381289-la-escritora-uruguaya-cristina-peri-rossi-gano-el-premio-cer?fbclid=IwAR14N7uV6qFkBIDCueFTVcFdZt1YHQOd9kKmFGO3CiWNE-3tdZT3F-LvFxk

“Segunda vez”, Cuento de Julio Cortázar

 
   

Julio Cortázar
(1914-1984)

Segunda vez
(Alguien que anda por ahí, 1977)

         No más que los esperábamos, cada uno tenía su fecha y su hora, pero eso sí, sin apuro, fumando despacio, de cuando en cuando el negro López venía con café y entonces dejábamos de trabajar y comentábamos las novedades, casi siempre lo mismo, la visita del jefe, los cambios de arriba, las performances en San Isidro. Ellos, claro, no podían saber que los estábamos esperando, lo que se dice esperando, esas cosas tenían que pasar sin escombro, ustedes proceden tranquilos, palabra del jefe, cada tanto lo repetía por las dudas, ustedes la van piano piano, total era fácil, si algo patinaba no se la iban a tomar con nosotros, los responsables estaban arriba y el jefe era de ley, ustedes tranquilos, muchachos, si hay lío aquí la cara la doy yo, lo único que les pido es que no se me vayan a equivocar de sujeto, primero la averiguación para no meter la pata y después pueden proceder nomás.
          Francamente no daban trabajo, el jefe había elegido oficinas funcionales para que no se amontonaran, y nosotros los recibíamos de a uno como corresponde, con todo el tiempo necesario. Para educados nosotros, che, el jefe lo decía vuelta a vuelta y era cierto, todo sincronizado que reíte de las IBM, aquí se trabajaba con vaselina, minga de apuro ni de córranse adelante. Teníamos tiempo para los cafecitos y los pronósticos del domingo, y el jefe era el primero en venir a buscar las fijas que para eso el flaco Bianchetti era propiamente un oráculo. Así que todos los días lo mismo, llegábamos con los diarios, el negro López traía el primer café y al rato empezaban a caer para el trámite. La convocatoria decía eso, trámite que le concierne, nosotros solamente ahí esperando. Ahora que eso sí, aunque venga en papel amarillo una convocatoria siempre tiene un aire serio; por eso María Elena la había mirado muchas veces en su casa, el sello verde rodeando la firma ilegible y las indicaciones de fecha y lugar. En el ómnibus volvió a sacarla de la cartera y le dio cuerda al reloj para más seguridad. La citaban a una oficina de la calle Maza, era raro que ahí hubiera un ministerio pero su hermana había dicho que estaban instalando oficinas en cualquier parte porque los ministerios ya resultaban chicos, y apenas se bajó del ómnibus vio que debía ser cierto, el barrio era cualquier cosa, con casas de tres o cuatro pisos y sobre todo mucho comercio al por menor, hasta algunos árboles de los pocos que iban quedando en la zona.
          «Por lo menos tendrá una bandera», pensó María Elena al acercarse a la cuadra del setecientos, a lo mejor era como las embajadas que estaban en los barrios residenciales pero se distinguían desde lejos por el trapo de colores en algún balcón. Aunque el número figuraba clarito en la convocatoria, la sorprendió no ver la bandera patria y por un momento se quedó en la esquina (era demasiado temprano, podía hacer tiempo) y sin ninguna razón le preguntó al del quiosco de diarios si en esa cuadra estaba la Dirección.
          —Claro que está —dijo el hombre—, ahí a la mitad de cuadra, pero antes por qué no se queda un poquito para hacerme compañía, mire lo solo que estoy.
          —A la vuelta —le sonrió María Elena yéndose sin apuro y consultando una vez más el papel amarillo. Casi no había tráfico ni gente, un gato delante de un almacén y una gorda con una nena que salían de un zaguán. Los pocos autos estaban estacionados a la altura de la Dirección, casi todos con alguien en el volante leyendo el diario o fumando. La entrada era angosta como todas en la cuadra, con un zaguán de mayólicas y la escalera al fondo; la chapa en la puerta parecía apenas la de un médico o un dentista, sucia y con un papel pegado en la parte de abajo para tapar alguna de las inscripciones. Era raro que no hubiese ascensor, un tercer piso y tener que subir a pie después de ese papel tan serio con el sello verde y la firma y todo.
          La puerta del tercero estaba cerrada y no se veía ni timbre ni chapa. María Elena tanteó el picaporte y la puerta se abrió sin ruido; el humo del tabaco le llegó antes que las mayólicas verdosas del pasillo y los bancos a los dos lados con la gente sentada. No eran muchos, pero con ese humo y el pasillo tan angosto parecía que se tocaban con las rodillas, las dos señoras ancianas, el señor calvo y el muchacho de la corbata verde. Seguro que habían estado hablando para matar el tiempo, justo al abrir la puerta María Elena alcanzó un final de frase de una de las señoras, pero como siempre se quedaron callados de golpe mirando a la que llegaba último, y también como siempre y sintiéndose tan sonsa María Elena se puso colorada y apenas si le salió la voz para decir buenos días y quedarse parada al lado de la puerta hasta que el muchacho le hizo una seña mostrándole el banco vacío a su lado. Justo cuando se sentaba, dándole las gracias, la puerta del otro extremo del pasillo se entornó para dejar salir a un hombre de pelo colorado que se abrió paso entre las rodillas de los otros sin molestarse en pedir permiso. El empleado mantuvo la puerta abierta con un pie, esperando hasta que una de las dos señoras se enderezó dificultosamente y disculpándose pasó entre María Elena y el señor calvo; la puerta de salida y la de la oficina se cerraron casi al mismo tiempo, y los que quedaban empezaron de nuevo a charlar, estirándose un poco en los bancos que crujían.
          Cada uno tenía su tema, como siempre, el señor calvo la lentitud de los trámites, si esto es así la primera vez qué se puede esperar, dígame un poco, más de media hora para total qué, a lo mejor cuatro preguntas y chau, por lo menos supongo.
          —No se crea —dijo el muchacho de la corbata verde—, yo es la segunda vez y le aseguro que no es tan corto, entre que copian todo a máquina y por ahí uno no se acuerda bien de una fecha, esas cosas, al final dura bastante.
          El señor calvo y la señora anciana lo escuchaban interesados porque para ellos era evidentemente la primera vez, lo mismo que María Elena aunque no se sentía con derecho a entrar en la conversación. El señor calvo quería saber cuánto tiempo pasaba entre la primera y la segunda convocatoria, y el muchacho explicó que en su caso había sido cosa de tres días. ¿Pero por qué dos convocatorias?, quiso preguntar María Elena, y otra vez sintió que le subían los colores a la cara y esperó que alguien le hablara y le diera confianza, la dejara formar parte, no ser ya más la última. La señora anciana había sacado un frasquito como de sales y lo olía suspirando. Capaz que tanto humo la estaba descomponiendo, el muchacho se ofreció a apagar el cigarrillo y el señor calvo dijo que claro, que ese pasillo era una vergüenza, mejor apagaban los cigarrillos si se sentía mal, pero la señora dijo que no, un poco de fatiga solamente que se le pasaba enseguida, en su casa el marido y los hijos fumaban todo el tiempo, ya casi no me doy cuenta. María Elena que también había tenido ganas de sacar un cigarrillo vio que los hombres apagaban los suyos, que el muchacho lo aplastaba contra la suela del zapato, siempre se fuma demasiado cuando se tiene que esperar, la otra vez había sido peor porque había siete u ocho personas antes, y al final ya no se veía nada en el pasillo con tanto humo.
          —La vida es una sala de espera —dijo el señor calvo, pisando el cigarrillo con mucho cuidado y mirándose las manos como si ya no supiera qué hacer con ellas, y la señora anciana suspiró un asentimiento de muchos años y guardó el frasquito justo cuando se abría la puerta del fondo y la otra señora salía con ese aire que todos le envidiaron, el buenos días casi compasivo al llegar a la puerta de salida. Pero entonces no se tardaba tanto, pensó María Elena, tres personas antes que ella, pongamos tres cuartos de hora, claro que en una de ésas el trámite se hacía más largo con algunos, el muchacho ya había estado una primera vez y lo había dicho. Pero cuando el señor calvo entró en la oficina, María Elena se animó a preguntar para estar más segura, y el muchacho se quedó pensando y después dijo que la primera vez algunos habían tardado mucho y otros menos, nunca se podía saber. La señora anciana hizo notar que la otra señora había salido casi enseguida, pero el señor de pelo colorado había tardado una eternidad.
          —Menos mal que quedamos pocos —dijo María Elena—, estos lugares deprimen.
          —Hay que tomarlo con filosofía —dijo el muchacho—, no se olvide que va a tener que volver, así que mejor quedarse tranquila. Cuando yo vine la primera vez no había nadie con quien hablar, éramos un montón pero no sé, no se congeniaba, y en cambio hoy desde que llegué el tiempo va pasando bien porque se cambian ideas.
          A María Elena le gustaba seguir charlando con el muchacho y la señora, casi no sintió pasar el tiempo hasta que el señor calvo salió y la señora se levantó con una rapidez que no le habrían sospechado a sus años, la pobre quería acabar rápido con los trámites.
          —Bueno, ahora nosotros —dijo el muchacho—. ¿No le molesta si fumo un pitillo? No aguanto más, pero la señora parecía tan descompuesta…
          —Yo también tengo ganas de fumar.
          Aceptó el cigarrillo que él le ofrecía y se dijeron sus nombres, dónde trabajaban, les hacía bien cambiar impresiones olvidándose del pasillo, del silencio que por momentos parecía demasiado, como si las calles y la gente hubieran quedado muy lejos. María Elena también había vivido en Floresta pero de chica, ahora vivía por Constitución. A Carlos no le gustaba ese barrio, prefería el oeste, mejor aire, los árboles. Su ideal hubiera sido vivir en Villa del Parque, cuando se casara a lo mejor alquilaba un departamento por ese lado, su futuro suegro le había prometido ayudarlo, era un señor con muchas relaciones y en una de ésas conseguía algo.
          —Yo no sé por qué, pero algo me dice que voy a vivir toda mi vida por Constitución —dijo María Elena—. No está tan mal, después de todo. Y si alguna vez…
          Vio abrirse la puerta del fondo y miró casi sorprendida al muchacho que le sonreía al levantarse, ya ve cómo pasó el tiempo charlando, la señora los saludaba amablemente, parecía tan contenta de irse, todo el mundo tenía un aire más joven y más ágil al salir, como un peso que les hubieran quitado de encima, el trámite acabado, una diligencia menos y afuera la calle, los cafés donde a lo mejor entrarían a tomarse una copita o un té para sentirse realmente del otro lado de la sala de espera y los formularios. Ahora el tiempo se le iba a hacer más largo a María Elena sola, aunque si todo seguía así Carlos saldría bastante pronto, pero en una de ésas tardaba más que los otros porque era la segunda vez y vaya a saber qué trámite tendría.
          Casi no comprendió al principio cuando vio abrirse la puerta y el empleado la miró y le hizo un gesto con la cabeza para que pasara. Pensó que entonces era así, que Carlos tendría que quedarse todavía un rato llenando papeles y que entretanto se ocuparían de ella. Saludó al empleado y entró en la oficina; apenas había pasado la puerta cuando otro empleado le mostró una silla delante de un escritorio negro. Había varios empleados en la oficina, solamente hombres, pero no vio a Carlos. Del otro lado del escritorio un empleado de cara enfermiza miraba una planilla; sin levantar los ojos tendió la mano y María Elena tardó en comprender que le estaba pidiendo la convocatoria, de golpe se dio cuenta y la buscó un poco perdida, murmurando excusas, sacó dos o tres cosas de la cartera hasta encontrar el papel amarillo.
          —Vaya llenando esto —dijo el empleado alcanzándole un formulario—. Con mayúsculas, bien clarito.
          Eran las pavadas de siempre, nombre y apellido, edad, sexo, domicilio. Entre dos palabras María Elena sintió como que algo le molestaba, algo que no estaba del todo claro. No en la planilla, donde era fácil ir llenando los huecos; algo afuera, algo que faltaba o que no estaba en su sitio. Dejó de escribir y echó una mirada alrededor, las otras mesas con los empleados trabajando o hablando entre ellos, las paredes sucias con carteles y fotos, las dos ventanas, la puerta por donde había entrado, la única puerta de la oficina. Profesión, y al lado la línea punteada; automáticamente rellenó el hueco. La única puerta de la oficina, pero Carlos no estaba ahí. Antigüedad en el empleo. Con mayúsculas, bien clarito.
          Cuando firmó al pie, el empleado la estaba mirando como si hubiera tardado demasiado en llenar la planilla. Estudió un momento el papel, no le encontró defectos y lo guardó en una carpeta. El resto fueron preguntas, algunas inútiles porque ella ya las había contestado en la planilla, pero también sobre la familia, los cambios de domicilio en los últimos años, los seguros, si viajaba con frecuencia y adónde, si había sacado pasaporte o pensaba sacarlo. Nadie parecía preocuparse mucho por las respuestas, y en todo caso el empleado no las anotaba. Bruscamente le dijo a María Elena que podía irse y que volviera tres días después a las once; no hacía falta convocatoria por escrito, pero que no se le fuera a olvidar.
          —Sí, señor —dijo María Elena levantándose—, entonces el jueves a las once.
          —Que le vaya bien —dijo el empleado sin mirarla.
          En el pasillo no había nadie, y recorrerlo fue como para todos los otros, un apurarse, un respirar liviano, unas ganas de llegar a la calle y dejar lo otro atrás. María Elena abrió la puerta de salida y al empezar a bajar la escalera pensó de nuevo en Carlos, era raro que Carlos no hubiera salido como los otros. Era raro porque la oficina tenía solamente una puerta, claro que en una de ésas no había mirado bien porque eso no podía ser, el empleado había abierto la puerta para que ella entrara y Carlos no se había cruzado con ella, no había salido primero como todos los otros, el hombre del pelo colorado, las señoras, todos menos Carlos.
          El sol se estrellaba contra la vereda, era el ruido y el aire de la calle; María Elena caminó unos pasos y se quedó parada al lado de un árbol, en un sitio donde no había autos estacionados. Miró hacia la puerta de la casa, se dijo que iba a esperar un momento para ver salir a Carlos. No podía ser que Carlos no saliera, todos habían salido al terminar el trámite. Pensó que acaso él tardaba porque era el único que había venido por segunda vez; vaya a saber, a lo mejor era eso. Parecía tan raro no haberlo visto en la oficina, aunque a lo mejor había una puerta disimulada por los carteles, algo que se le había escapado, pero lo mismo era raro porque todo el mundo había salido por el pasillo como ella, todos los que habían venido por primera vez habían salido por el pasillo.
          Antes de irse (había esperado un rato, pero ya no podía seguir así) pensó que el jueves tendría que volver. Capaz que entonces las cosas cambiaban y que la hacían salir por otro lado aunque no supiera por dónde ni por qué. Ella no, claro, pero nosotros sí lo sabíamos, nosotros la estaríamos esperando a ella y a los otros, fumando despacito y charlando mientras el negro López preparaba otro de los tantos cafés de la mañana.

Instrucciones para leer a Julio Cortázar: un documental sobre la (inabarcable) biblioteca de uno de los más grandes autores del siglo XX

 

 
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La literatura a Cortázar le debe el juego. Las letras latinoamericanas echan en falta el divertimento de los cuentos y las novelas del astro argentino. Julio Cortázar (Bruselas, 1914 – París, 1984) innovó en la escritura, jugó (en serio) con ella, y, entre otras cosas, potenció el poder de la prosa poética y nos enseñó que es menos convencional ser ‘cronopio’ que ‘fama’.

 

Cortázar, El Cronopio Mayor, retratado mediante su extensa biblioteca: esa es la propuesta audiovisual de Cortázar: Instrucciones de montaje, un documental producido por 93 Metros junto a la Fundación Juan March. El metraje se divide en dos partes de 25 minutos de duración, que ayudan a conocer el universo literario que vertebra la obra del escritor de Rayuela (Pantheon Books, 1963), “contranovela” que le otorgó el prestigio internacional, y que marcó un antes y un después en la narrativa contemporánea y, especialmente, en el llamado boom latinomericano.

 

En 1993, Aurora Bernárdez, escritora y traductora argentina, donó a la Fundación Juan March la biblioteca personal del que fue su marido. Un total de 3786 títulos en 26 lenguas diferentes. De estos libros, 855 están firmados por Cortázar y casi 400 contienen sus anotaciones, 515 están dedicados por sus correspondientes autores y amistades. La herencia en papel de un apasionado de las letras, un autor para el que la escritura era un juego muy serio. “Cuando tienes una gran biblioteca puedes descifrar a esa persona, pero al mismo tiempo la biblioteca es un personaje, los libros cobran vida por sí mismos”, expone Adriano Moreno, codirector del documental.

La biblioteca de un cronopio

El historiador alemán Aby Warburg ideó la “ley de buena vecindad”. Esta se basa en la organización de las bibliotecas no por autores, géneros o títulos de las obras. Warburg defendía que los libros tenían que conectar de algún modo entre sí. Es decir, “encontrar al lado del libro que uno fue a buscar a través del título, al desconocido vecino de la estantería con una información vital”.

La autopsia de la biblioteca cortazariana es el eje principal de Cortázar: Instrucciones de montaje, dirigido por Adriano Morán, Paz Fernández y Guillermo Nagore. Paz Fernández, directora de la Biblioteca/Centro de Apoyo a la Investigación de la Fundación Juan March, parafraseando a Aurora Bernárdez, asegura que es una biblioteca modesta, “no es una biblioteca de primeras ediciones, ni de encuadernaciones en piel. Su valor está en las anotaciones de Julio Cortázar, en las dedicatorias, en los traspapeles que Cortázar iba metiendo: el ticket del metro, la invitación a una exposición, un recorte de prensa y las flores que fue metiendo en Las flores del mal de Baudelaire”. “Los libros son una máquina del tiempo, pero el traspapel te transmite a un instante concreto en el que él estaba leyendo ese libro. Eso te aporta mucho contexto. Puedes asociar lo que un escritor lee con lo que un escritor escribe”, opina Adriano Morán.

En 1933, en Buenos Aires, Cortázar se sentó en una cafetería y se leyó de una sentada Opio. Diario de una desintoxicación, de Jean Cocteau. Ese fue uno de los impulsos que le hicieron cruzar el charco, mudarse “del lado de allá”, en el corazón de París. La biblioteca personal que custodia la Fundación Juan March alberga los ejemplares literarios que leyó en su etapa francesa y los que dejó en la Argentina. Esta se puede visitar físicamente en Madrid; pues la idea del autor y de su expareja fue que su biblioteca estuviese viva y que formase a varias generaciones.

“Me inventé un término, que incluso lo menciono en mis últimos libros, que es el de la ‘bioteca’, la biblioteca como biografía, como parte inseparable de la propia vida. El orden ideal de una biblioteca, pero que también es imposible, es que los libros estuvieran ordenados por el orden en el que se fueron leyendo para ver las conexiones. Cómo un libro te va llevando a otro, cómo un libro de la infancia termina en un libro clave de la madurez, cómo hay elipsis, cómo hay conexiones, relaciones extrañas”, comparte el escritor Rodrigo Fresán en la primera parte de Cortázar: Instrucciones de montaje.

Desdibujar el mandala, pintar la rayuela

Catalogar las rayas y símbolos que Cortázar marcaba en sus libros, esa ha sido una de las labores del artista Juan López. Digitalizar y unir estos signos y anotaciones como si fueran las constelaciones del autor de Banfield, Provincia de Buenos Aires. Con estas, López realizó intervenciones artísticas en la ciudad de Madrid. “Cuando alguien subraya un libro lo que está haciendo es subrayarse a sí mismo”, parafrasea Juan López a Cortázar. El arte del videoensayo lo firma Javi Álvarez, que ilustra textos míticos de Cortázar con mucha delicadeza.

Tanto la biblioteca cortazariana como el documental –que incluye imágenes (casi) inéditas grabadas por Cortázar en Super8–, son fetichismo de culto para personas amantes de este buscador e intelectual. Conocer los intereses narrativos de Julio Cortázar es una manera de que como lectores podamos dialogar con el autor, conocer sus pulsiones literarias, sus fuentes e interés por los libros objeto. En el metraje son varios los literatos que se derriten en halagos hacia el argentino, Mario Vargas Llosa, entre ellos. “Deleite a la hora de escribir”, confiesa Vargas Llosa en la pieza audiovisual. “Nosotros tuvimos discrepancias políticas, pero creo que la amistad nunca estuvo afectada por estas diferencias”, añade.

“Cortázar me enseñó que la poética de un relato es también la voz narrativa, el sedimento de la poética de un cuento de Cortázar es el modo en el que el narrador organiza el lenguaje”, confiesa el dramaturgo José Sanchis Sinisterra ante las cámaras de la productora 93 Metros.

Pedro Paramo, Juan Rulfo

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Un clásico de la literatura hispanoamericana es, sin duda alguna, Juan Rulfo y su obra más reconocida Pedro Páramo. Rulfo, fue un escritor mexicano nacido en Jalisco en 1917, ícono de las letras en México, uno de los grandes maestros de la narrativa hispanoamericana del siglo XX.

Su obra, tan breve como intensa, presenta a Pedro Páramo, donde se muestra un lugar donde el poder de un hombre puede acabar con la vida de una persona. Para dar credibilidad a esta anécdota, Rulfo crea un mundo entero. La novela comienza con Juan Preciado caminando hacia Comala en busca de su padre, un tal Pedro Páramo. A partir de ahí, comenzamos a conocer la historia de la ciudad.

Pedro Páramo es un rico terrateniente propietario de Media Luna y casi todo Comala. Perteneciente a una antigua familia en decadencia y llena de deudas, Páramo decide tomar el mando de su patrimonio después de la muerte de su padre. En las páginas siguientes descubrimos que su matrimonio con Dolores, la madre de Juan, fue como Páramo se libró de las deudas de su padre con las hermanas Preciado.

A partir de ahí, Pedro Páramo comenzó a ganar tierra y poder a través del crimen y la violencia para obtener los recursos que le permiten reclamar el amor de Susana San Juan, su amor de la infancia. Lo logra solo asesinando al padre de Susana y protegiéndola en su hacienda.

Sin embargo, la locura de San Juan se desencadena por la noticia de la muerte de su padre y ella espera desesperadamente un mundo de ilusión hasta su final. Comido por el rencor y la sed de venganza, Pedro Páramo decide terminar con todo Comala. Incluso cuando el movimiento revolucionario llega a Comala, no se describe como la fuerza de renovación sino como una revuelta liderada por pequeños líderes locales que, en lugar de luchar por un objetivo social importante, buscaron sus propios beneficios e intereses.

Descarga https://docs.google.com/file/d/0BznlY2CKb2kYTjJnYUtPNWh2dTQ/view

El legado afrofuturista de Octavia Butler

 

Texto publicado originalmente en La línea de fuego y republicado por Afroféminas con su permiso

No es ningún secreto que la ciencia ficción ha sido históricamente un territorio minado de nombres masculinos: Aldous Huxley, Stanislaw Lem (mi gran descubrimiento del año pasado), George Orwell, Ray Bradbury y Anthony Burgess son algunos de los más sonados. De los que se citan en artículos y se estudian en la universidad. Al menos, desde que el por lo general rancio ámbito académico admitiese que la ciencia ficción, el rock o los videojuegos también pueden ser objeto de análisis literario y estético.

Sin embargo, durante las décadas de los 60-70-80 (casualmente años de la segunda ola del feminismo) un buen puñado de autoras encontraron en las historias de mundos imposibles, seres extraterrestres y sociedades distópicas el género donde volcar las preocupaciones y las cuestiones del movimiento feminista de aquellos años. Donde poder llevar a cabo experimentos literarios con los roles de género (Joanna RussThe Female Man), donde explorar las construcciones en torno al género (Angela CarterThe Passion of New Eve), o donde dibujar una sociedad resultado de todos los tentáculos del patriarcado (Margaret AttwoodThe Handmaid’s Tale).


La tienda de Afroféminas



Si una escritora de ciencia ficción era algo atípico hasta hace bien poco, una escritora negra de ciencia ficción lo es aún más. Ciencia ficción fuera de los cánones en la mayoría de los casos, además. Es el caso de Octavia Butler, nacida un día como hoy en 1947. Es una de las pioneras del afrofuturismo, corriente artística y estética que tiene su ejemplo cinematográfico más cercano en Black Panther, pero que está dando grandes nombres en el panorama literario, como  Marlon James Nnedi Okafor.

Butler comenzó a publicar sus primeros relatos a principios de los 70, y su primera novela, Patternmaster, llegó a las librerías en 1976. Sus obras son casi indescriptibles. Kindred (Parentesco), quizá su novela más internacional y una de las pocas traducidas al castellano, trata de una joven californiana, Dana, que viaja al sur esclavista de 1800 y conoce a sus antepasados. Viajes en el tiempo y ficción histórica se mezclan con reflexiones sobre raza y género.



Sus obras son fascinantes. Siempre se cita y estudia a Ursula K. Le Guin y Margaret Attwood y aunque, como siempre, estos temas son subjetivos, Butler es la maestra. Su ciencia ficción es aguda, incómoda y dura, profunda y maravillosa, en todos los sentidos de la palabra (también en el literario).

Un impacto cultural aún por descubrir

En un ensayo imprescindible escrito en 1980 cuenta que estaba en su clase de escritura creativa y un profesor dijo a otro estudiante que no debía introducir personajes negros en sus historias, a menos que la «negritud» (blackness) del personaje fuese esencial para el argumento. «The presence of blacks, my teacher felt, changed the focus of a story, drew attention from the intended subject», escribe Octavia en su ensayo.

Esta escena sucedida en 1965, cuando Butler comenzaba a estudiar trabajando a la vez como secretaria, se le vuelve a repetir en 1979, y esta vez las palabras son dichas por otro escritor de ciencia ficción. Las obras de Butler no son siempre como Kindred, de corte más histórico y «realista» (?). La mayoría contestan precisamente a ese profesor de la Universidad de California. En otra de sus piezas más estudiadas, el relato corto Bloodchild, juega con el género, los roles, y también la raza. No se puede decir más porque, como decía, es indescriptible: podéis leerlo aquí

Octavia Butler hubiese cumplido hoy 73 años. Se fue demasiado pronto, dejando una influencia cultural enorme. Sus obras han servido de inspiración a músicos, a cineastas, a artistas y por supuesto a escritores. El impacto de su obra, no obstante (creo), está aún por descubrir.


Alaia Rotaeche

Periodista. Nacida en el norte, criada en el sur y curtida en Madrid. Ahora, doctorado en Estudios Literarios y adentrándome en los Estudios Ingleses. Escribo sobre animalitos y también suelo hablar de libros y música.

Twitter: @aL_rc
Instagram: @alaiarot

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