Nikolaos Mijaloliakos y otros seis líderes del partido han sido declarados culpables de dirección de banda criminal. La resolución también condena a otras dieciocho personas por pertenencia a la organización
El Tribunal de Apelaciones de Atenas ha declarado este miércoles a la cúpula de Amanecer Dorado, incluido su líder, Nikolaos Mijaloliakos, culpable de dirigir una organización criminal.
Se trata de una decisión que hace historia en Grecia y en el movimiento antifascista, al entender que los crímenes cometidos por los miembros y militantes del partido político neonazi, que llegó a ser tercera fuerza política del país, se realizaron bajo el amparo y órdenes de Amanecer Dorado.
Mijaloliakos y otros seis líderes de Amanecer Dorado han sido declarados culpables de dirección de banda criminal, mientras otras dieciocho personas han sido condenados por pertenencia a dicha organización criminal.
El juicio, que se ha alargado durante más de cuatro años, continuará para el resto de los 43 acusados y confirma el destierro de Amanecer Dorado de la política griega. La organización abandonó las instituciones nacionales en los pasados comicios, cuando no alcanzó un porcentaje de votos significativo para obtener representación en el Parlamento griego. En 2012, durante la crisis financiera del país, la organización de Mijaloliakos obtuvo 18 escaños y se alzó como la tercera fuerza política del país.
Miles de manifestantes antifascistas han exigido justicia frente a los tribunales
Miles de personas se han manifestado esta mañana frente al Tribunal de Apelaciones de Atenas en espera del veredicto. Los manifestantes han acudido a los aledaños del Tribunal desde primera hora de la mañana, donde han colocado varios altavoces para reproducir canciones de Pavlos Fyssas, asesinado en 2013 por un militante de Amanecer Dorado que confesó durante el proceso.
Todos los grandes partidos políticos se encuentran presentes para condenar el fascismo, incluida una representación del partido en el Gobierno, el conservador Nueva Democracia, y los líderes del principal partido de la oposición, el izquierdista Syriza.
Una amplia zona del centro de la ciudad ha sido cerrada al tráfico como medida preventiva hasta que se disuelvan las protestas y unos 2.000 agentes de Policía han sido desplegados para evitar choques entre los manifestantes antifascistas y posibles grupos de apoyo a Amanecer Dorado.
Desde Amnistía Internacional han asegurado que sus observadores fueron testigos “del uso indiscriminado de gas lacrimógeno” por parte de los antidisturbios contra los manifestantes.
La organización también ha comunicado que espera que el veredicto sea un “punto de inflexión” y sirva para dejar claro a los partidos políticos de Europa que la “actividad criminal violenta y racista no quedará impune”. “El veredicto de hoy es el primer paso para hacer justicia a las víctimas de los crímenes de odio y los ataques discriminatorios y debe servir como un duro recordatorio de los peligros de demonizar y convertir en chivos expiatorios a poblaciones enteras”, han dicho.
El dibujante argentino Joaquin Lavado ‘Quino’ ha fallecido en la ciudad de Mendoza. Sus críticas mordaces a la sociedad de consumo y a las normas absurdas siguen estando vigentes.
Pocos dibujantes de tiras cómicas han tenido el éxito en España que tuvo Quino en los años 70, 80 y 90. Los pequeños libros publicados por Lumen con las aventuras, más bien domésticas, de Mafalda marcaron un tiempo de esperanzas y desesperaciones. Mafalda formó a una incipiente clase media en la disputa política, cultural y social del tardofranquismo. Después de Mafalda, Quino siguió un camino difícil de examen de la clase media y el consumismo, con menos público pero posiblemente con más finura y colmillo.
Joaquín Salvador Lavado, nacido en la ciudad argentina de Mendoza en 1932, ha fallecido hoy, 30 de septiembre en la misma ciudad. Hace un siglo y un año, en 1919, sus padres, naturales de Fuengirola (Málaga), migraron a Argentina, un país que hasta los años 80 tenía mejores perspectivas económicas que España. Desde Mendoza, Quino viajó a Buenos Aires donde se instaló a mediados de los años 50. En la capital porteña concibió a su personaje más popular, Mafalda, en un principio como reclamo publicitario para una marca de lavadoras.
Entre 1965 y 1973 el personaje y sus compañeros de colegio y amigos (el dubitativo Felipe, el hijo de migrantes gallegos Manolo, la ‘pija’ Susanita o la combativa Libertad) así como su padre sin nombre, su madre Raquel y su hermano pequeño, el sibarita Guille, se convirtieron en estrellas de unas tiras que rompían con los formatos tradicionales de las viñetas en castellano.
Ácidos, mordaces, con toques amargos pero también tiernos, los tebeos de Mafalda fueron una iniciación a la política y, lo que es más llamativo, a la concepción de lo personal como político. Algo que siguen haciendo contemporáneos unos dibujos que ya pasan del medio siglo.
La historiadora uruguaya Isabella Cosse, autora del ensayo Mafalda, historia social y política, definía en 2015 el éxito de la tira en España “en un momento en el que en España el humor estaba jugando un papel bastante importante aglutinando cierta sensibilidad antiautoritaria”. No era algo, sin embargo, exclusivo de nuestro país, sino más bien un reflejo de una sensibilidad antifascista que se expresaba con formas distintas a los dos lados del océano. También una expresión de las nuevas clases medias y sus inquietudes, que de alguna manera prefigura lo que va a llegar en mayo del 68 y las distintas expresiones internacionales de ese antiautoritarismo. Expresiones que aparecen reflejadas en la relación de Mafalda con sus padres o en la retórica de la menuda Libertad, más radicalizada que su compañera.
El final en seco de Mafalda en 1973 permitió a Quino explorar aun más un tipo de viñeta conceptual. Los chistes a página completa de Bien, gracias, ¿y usted?, Déjenme inventar o ¡Qué mala es la gente! siguieron explorando el humor ácido, la paradoja y el absurdo ya sin las cortapisas del relato que definía el universo Mafalda.
Entre 2007 y 2009, Quino se retiró de la actividad de dibujante, si bien sus tiras hacía mucho tiempo que habían cobrado vuelo por sí solas. Desde hace décadas, las “mafaldas” crecen allí donde se cuestionan las normas absurdas, las “susanas” organizan lujosos banquetes para recaudar sémola para pobres con el paladar hecho a todo menos al lujo, los “manolos” no se enteran de que el emprendimiento está trucado, las “libertades” relacionan las condiciones materiales con las derrotas en la lucha de clases, los “felipes” aparecen para asomarse a las profundidades del pensamiento, y los “guilles” se encarnan en el hedonismo de un buen chupete on the rocks. Ese legado, tan del siglo XX, sigue siendo nuevo cada vez que alguien se topa con uno de los viejos volúmenes que llegaron a España cuando algo nuevo estaba a punto de suceder.
Las escritora y veterinaria de campo María Sánchez publica un glosario y libro ilustrado cuyo objetivo es recuperar y reivindicar palabras del medio rural
Se calcula que actualmente hay unas 5.200 especies animales en peligro de extinción. Solo en 2019, veinticuatro fueron declaradas oficialmente extintas. El cambio climático y la profunda huella del ser humano amenaza con la destrucción y fragmentación de sus hábitats. Y la desaparición de una especie produce a menudo un efecto dominó: muchas de ellas juegan un papel vital en sus respectivos ecosistemas. Si desaparece una, detrás van otras y, a largo plazo, se desvanecen ecosistemas enteros.
“Los relatos del ‘terror rural’ hacen mucho daño al campo, ¿por qué no se habla del terror urbano?”
Con las palabras ocurre algo semejante. En el último siglo, 2.800 palabras de nuestro idioma han desaparecido del diccionario. Muchas otras nunca llegaron a figurar en él y un día dejaron de decirse. Cuando una palabra desaparece, cuando la última persona que la usaba pasa a mejor vida, lo hace también un concepto, una forma de definir una realidad. Y con ello esa realidad, a largo plazo, también desaparece.
Bien lo sabe María Sánchez, veterinaria de campo que actualmente trabaja con razas autóctonas en peligro de extinción. También una escritora especialmente preocupada por el medio rural, sus realidades, las interrelaciones entre literatura y campo. Ahora acaba de publicar Almáciga: una obra a medio camino entre el glosario y el libro ilustrado que milita contra el olvido de palabras del medio rural español.
Más que un libro: un proyecto multidisciplinar
“Es una idea que llevaba tiempo cultivando y que ya en Tierra de mujeres empecé a contar”, explica María Sánchez a elDiario.es. “En mi día a día trabajando en el campo escuchaba muchas palabras que tenía que pararme a preguntar qué significaban. Y me las apuntaba en una libreta. Me obsesionaba buscar y encontrar palabras que la gente que conocía en el medio rural no quería que se perdieran”.
María Sánchez ha publicado Cuaderno de campo (La Bella Varsovia), su primer poemario, y Tierra de mujeres, una mirada íntima y familiar al mundo rural (Seix Barral), un ensayo sobre mujeres y medio rural. Pero su labor va mucho más allá de su producción literaria.
Hace tres años en Baños de Río Tobía, un pueblo de La Rioja, la autora fue invitada a un festival llamado Bañarte en el que creadores de todo tipo llevaban a cabo proyectos que implicasen a los vecinos del pueblo. Allí presentó Almáciga, una instalación realizada junto con la artista Francisca Pageo. En ella, colgaron cartelas con palabras por una cara y su significado por la otra. Muchas personas desconocían los motes elegidos, otras las utilizaban en contextos distintos al que apuntaban las fichas. Allí, la escritora habilitó un cuaderno en blanco donde la gente apuntaba palabras que creía que estaban en desuso o a un paso de desaparecer. “Ese día nació Almáciga“, explica.
“Desde aquel momento, allá donde iba la gente que me conocía me traía sus palabras. Entonces descubrí que una palabra es lo que es, pero también son historias de una vida y una ligazón a la tierra. De una forma de trabajo muy concreta que en el sistema en el que estamos no importa. Un sistema que contamina y genera precariedad, que no tiene la vida en el centro y en el que estos oficios no son rentables”, reflexiona la autora. “Y eso se une al desprecio por el conocimiento del campesinado que Miguel Delibes denunciaba en su discurso a la RAE. Así descubres que reunir palabras es también hablar de toda una vida que hay detrás de las mismas: una relación con la comunidad, con el territorio, un formar parte del entorno acorde con los ritmos de la tierra y la naturaleza”.
“Las palabras pueden servir de indicador de dónde venimos y hacia dónde vamos”, asegura la escritora. Y si ya no las decimos, no las escribimos o no las recitamos está claro que no vamos hacia un mundo acorde con el medio rural. Avanzamos en dirección contraria.
Dispuesta a revertir esta mecánica, la editorial Geoplaneta acaba de publicar el proyecto multidisciplinar de María Sánchez en formato libro. El resultado es mucho más que un glosario de términos al uso: es una colección de textos, entre el ensayo y la autoficción de cadencia poética, en diálogo constante con abundantes y evocadoras ilustraciones de Cristina Jiménez.
Un libro-vivero con palabras-semilla
Una almáciga es por definición el lugar donde se siembran los plantones que luego se traspasan al huerto. Y el nuevo libro de María Sánchez quiere ser exactamente eso: un lugar de encuentro entre lectores y hablantes dispuestos a plantar en su vida, en su uso habitual de la lengua y el habla, una palabra nueva. Y luego hacerla crecer.
“He hecho esto por todo lo que hay detrás de estas palabras. Ahora que hablamos tanto de cambio climático, de sostenibilidad, de soberanía alimentaria, de poner la vida y la producción de alimentos en el centro… yo utilizo esas palabras en mi día a día y también en mis textos. Y lo hago para ser altavoz y dar a conocer mi realidad en los diferentes medios rurales en los que trabajo y en los que me muevo”, argumenta. “También te digo: me parece muy pobre que con toda la riqueza y las palabras bonitas que tenemos, dejemos que las del medio rural caigan en el olvido o que utilicemos cada día más anglicismos. ¿Y si en vez de utilizar para cualquier cosa el inglés, utilizasemos una palabra en euskera, en leonés o en castúo? Las palabras se pueden adaptar a los nuevos tiempos, podemos reinventarlas y darles nuevos significados”.
“Las palabras que contiene Almáciga son para mí ventanas a nuestro territorio. Las tenemos ahí… y las estamos dejando morir. Y esas mismas ventanas, muchas veces, nos cuentan de dónde venimos. Si las dejamos morir estaremos olvidando de dónde venimos”.
Un pequeño semillero con el que empezar
Destacamos aquí algunas de las palabras que Almáciga pretende plantar en nosotros, en consonancia con la voluntad de una obra que se sabe algo más que un libro. Que se lee y se siente como un ejercicio de memoria para cualquier lector, obligado a reconocerse en las raíces de un medio rural del que todos venimos.
Antes de hacer el surco en la tierra, primero hay que aricar, arar de forma superficial y con cuidado para hacer la primera zanja. Y según cuando se realice la tarea, se utiliza una palabra u otra. En Sanabria, a la acción de arar en mayo se le dice vima.
Cuando se está en periodo de sequía y hay que arar dos veces para dejar el sitio limpio para el sembrado: a esta doble tarea se la llama binar. En Candeleda, por añadir, hay una palabra que se refiere exclusivamente al momento de la mañana en el que se realizan las labores más pesadas del campo en verano, antes de que empiece a apretar el sol:jañiquín.
Existe palabra para referirse al momento de la mañana en el que se realizan las labores más pesadas del campo en verano, antes de que empiece a apretar el sol: ‘jañiquín’
Y cuando el terreno se presenta adusto y no deja trabajarlo cómodamente, podríamos usar cudrial o cubrial para referirnos a él. Una palabra para ese terreno duro y muy compacto que nos hace la vida difícil. Si se consigue hacer un surco podemos utilizar otras palabras para referirnos a esa estela que parte en dos el terreno. En euskera, por ejemplo, el hueco que provocamos al labrar se llama errenka. Y para sembrar, en esta lengua se utiliza txola: el acto de agarrar semillas con las manos y lanzarlas a la tierra para que crezca la siembra.
En euskera el hueco que provocamos al labrar se llama ‘errenka’. Y para sembrar, en esta lengua se utiliza la palabra ‘txola’: es el acto de agarrar semillas con las manos y lanzarlas a la tierra
Un día las semillas empiezan a crecer, pero también las malas hierbas. En catalán se dice eixarcolar a quitarlas, y en la sierra norte de Sevilla a la acción de quitarlas con golpes suaves de azada se le dice chaspar. Es más, en algunos pueblos de la montaña occidental leonesa las malas hierbas reciben el nombre de xirunxos. También se utiliza vinar o maigar en Huesca al acto de cavar ligeramente sin ahondar en la tierra.
“Pero hay palabras-semilla que se convierten en favoritas”, escribe María Sánchez en Almáciga, vocablos que “laten todavía más cuando no sabemos quién las escribió en el cuaderno, quién decidió trasplantarlas al papel”. La escritora cuenta que “he buscado esta palabra en otros lugares, he hablado de ella y solo me he topado con el vacío y el silencio. Pero es una palabra preciosa: seher, se usa para llamar al viento de las mañanas, que se cree que ayuda a las plantas a desarrollarse y crecer”.
La emergencia sanitaria que estamos viviendo en el año 2020 ha puesto el enfoque en la enorme desigualdad social que existía ya previamente a nivel global y en nuestro país particularmente. Las distintas políticas institucionales hacia las personas migrantes han evidenciado de manera generalizada que el racismo no es una cuestión exclusivamente social, sino sistémica y de las estructuras estatales. Las situaciones de las personas migrantes ya anteriormente precarias se han mezclado con otros factores sociales igualmente sistémicos y que han generado mayores desigualdades y desprotección. A lo largo de este verano hemos podido informarnos de cómo a los temporeros migrantes en Lepe les quemaban sus chabolas en el campo de trabajo, o cómo un migrante nicaragüense murió de un golpe de calor en Murcia y su cuerpo fue abandonado en un centro de salud. Testimonio de estas cuestiones las pueden dar el activismo de dos colectivos dedicados a la lucha de las personas migrantes: la plataforma CIEs NO y la campaña Regularización Ya.
Los CIEs son cárceles de personas migrantes donde la tortura es una práctica habitual y cuyo único delito es no tener los papeles en regla
CIEs No es una organización estatal, con pequeños núcleos en varios territorios. En Madrid están centradas en el CIE de Aluche. La plataforma funciona desde el año 2013, sin embargo existen CIEs en España desde 1985, por la Ley de Regularización de personas extranjeras en España. Están regulados a través del RD 162/2014, supuestamente sin carácter penitenciario, pero la realidad es otra muy distinta.
La estructura y tipología de esos espacios como una cárcel, y vigilados por la Policía Nacional, nos indican una realidad diferente. Cualquier persona extranjera que tenga una situación administrativa irregular en cuanto a sus papeles, es susceptible de entrar en un CIE, es decir, supuestamente como medida cautelar se interna en un CIE a personas extranjeras para revisar su situación legal. A una persona nacida en territorio español tan solo se le interpondría una sanción administrativa económica, sin embargo a una persona extranjera se le priva de su libertad automáticamente. Pueden estar un máximo de sesenta días, porque esté solicitando sus papeles, o estén en trámites en la administración pública.
En España existen siete CIEs, el de Aluche está junto al solar de la antigua cárcel de Carabanchel, y la violación de derechos humanos por parte de la policía es continuada y sistemática. La plataforma CIEs No procura dar apoyo y acompañamiento a las personas encerradas, empoderando a la persona dándole información, ya que hay privación de visitas e información, y muchas veces hay complicaciones por cuestiones de comunicación e idioma. El lenguaje jurídico y el desconocimiento informativo es una forma de violencia más, que acaba por legitimar a ojos de las personas extranjeras la situación a la que están sometidas. No saben por qué están dentro, ni qué deben hacer para salir de allí, por ello se les ayuda a exigir su derecho a una defensa. Muchos piensan que serán deportados automáticamente, algunos viven el sufrimiento de llevar muchos años en España trabajando y viviendo, y debiendo demostrar arraigo familiar y cultural.
Dentro del CIE pueden solicitar asilo o refugio, ya que algunos llegan desde frontera directamente. La confusión es total y la incomunicación algo común en los CIEs. Se fuerza desde la administración la dilatación de tiempos premeditada para evitar que salga antes la resolución de petición de refugio que el proceso de expulsión. La policía no solamente juega con la desinformación, sino con un manejo de tiempos en contra de las personas extranjeras a quienes muestran continuadamente un total desprecio. Supuestamente es una medida cautelar para encontrar a una persona en caso de ser expulsada, pero la realidad es que un 70% no acaban siendo expulsadas, por lo que son encerradas completamente en vano dentro de la lógica jurídica del sistema.
Se reivindica un cierre definitivo de los CIEs. Se han cerrado con la Covid-19, pero se está solicitando que no se reabran nunca más. Viven en celdas hacinadas, sin actividades e incluso se habla de peores situaciones que en un centro penitenciario. Ante la no garantía de salud en el interior de los CIEs se consiguió este cierre provisional tras varias presiones en pleno Estado de Alarma. Los internos de Aluche no tenían información, pero les llegaron noticias de que en el exterior estaba propagándose una pandemia, ante síntomas leves de cualquier patología, tan solo se les suministran ibuprofenos. Los internos se amotinaron ante esta situación y subieron a la azotea del CIE de Aluche, exigiendo su derecho a la salud para protegerse. El detonante para cerrar los CIEs no fue este, sino el cierre de fronteras, al quedar inhabilitado ese movimiento forzado de expulsión, el Estado no le queda otra más que liberar a las personas extranjeras que estaban supuestamente encerradas para tal fin. El 24 de marzo se anuncia que los CIEs serían desalojados, en cambio el 6 de mayo fueron oficialmente cerrados, suponiendo nuevamente una dilación en el tiempo excesiva.
Muchas personas son identificadas por sus rasgos étnicos o su color de piel, algunos llevan años trabajando y en este proceso pierden su trabajo al ser encerrados, su nivel económico se derrumba y algunas familias enteras quedan en peligro de pobreza y a merced del asistencialismo. Las mujeres dentro tienen una discriminación doble en temas como por ejemplo la menstruación y una higiene saludable.
Desde el punto de vista legal y estatal, resultan espacios completamente ineficaces; además en la práctica suponen espacios de tortura y contra los derechos humanos. Es necesario tejer redes para trabajar con otros colectivos para poner fin definitivo a estas cárceles para migrantes. El derecho a migrar de los seres humanos debe quedar garantizado. No hay cifras oficiales sobre plazas de CIEs en España, no se sabe cuánta gente exactamente es internada. No tienen una ocupación total, se habla de 60% de ocupación. Esto concluye por qué el racismo y la discriminación no es particular, sino que es institucional.
La necesidad de la regularización para evitar discriminaciones y desigualdades criminales por parte del Estado español
La Plataforma Regularización Ya nace como una campaña social en abril de 2020 en plena emergencia sanitaria de la Covid-19, convertido en movimiento a nivel estatal. Es una autoorganización de activismo político, y una construcción en red de personas individuales o colectivos antirracistas. Mantienen que la defensa de los derechos nace de la igualdad de condiciones de vida, independientemente de su origen o su color de piel. Señalan las políticas estructurales de toda la sociedad, que van de la mano del racismo, la violencia y las opresiones. Denuncian políticas de expulsiones y de discriminación perpetuadas desde el cuerpo legal del Estado. Una persona sin papeles cada vez que ve un policía siente miedo, terror y vive en continua tensión y sobresalto de ser identificada en cualquier situación social. Es un machaque psicológico insostenible, vivir eternamente bajo la espada de Damocles. La explotación y el abuso por el que pasan algunas personas extranjeras durante años es también constante, debiendo conseguir un contrato de trabajo indefinido y de cuarenta horas semanales hasta su regularización.
Muchos compañeros manteros viven en este estado de continuada tensión y se les arrebatan sus mercancías que tanto les ha costado conseguir, muchas trabajadoras sexuales se ven acosadas por parte de la policía, a parte de muchas otras violencias patriarcales que sufren. Las citas de empadronamiento o regularización se dilatan, y se genera un mercado negro de venta de empadronamientos por parte de particulares que sacan un beneficio de esta situación desesperante. Ese trámite da acceso a la sanidad, al abono de transportes, a cuestiones básicas sociales. Durante la pandemia las situaciones de personas extranjeras se vieron amenazadas a muchos más niveles, porque partían de una desigualdad social ya previa. A las personas migrantes se les excluye de la posibilidad de sentirse parte de esta sociedad. La emergencia sanitaria del Covid-19 obligó a aparcar algunas cuestiones secundarias y puso en el centro la vida, y aún así se ha presenciado cuánta cantidad de personas se están quedando fuera de ese centro, dejando olvidadas a muchas personas migrantes en el camino.
Esta plataforma nace para otorgar estos derechos humanos y dignidad a las personas migrantes. Supuestamente España tiene firmada la Carta Internacional de Derechos Humanos, que asegura la libertad de movimiento y migración en cualquier parte del mundo, así como la petición de asilo y refugio. Los colectivos migrantes están vulnerabilizados por las situaciones de desigualdad a las que están sometidas, no son vulnerables como personas, sino que se les arrastra a situaciones de vulnerabilización.
La violencia contra temporeros en territorios como Huelva ha quedado retratada en estas pasadas semanas. Han sido señalados, rechazados en el marco de esta pandemia, e incluso quemaron su campamento; campamentos donde están alojados en chabolas sin agua, ni electricidad. Los jornaleros migrantes han llevado una lucha de resistencia en Lepe, exigiendo soluciones para todos por igual, y un lugar seguro donde quedarse. En muchos casos sus documentos se han quemado, y para demostrar sus condiciones de regularización deben trasladarse a Madrid, donde están las instituciones para estos trámites burocráticos. Miles de migrantes quedan completamente fuera de cualquier clase de protección, al contrario, se mantiene una estructura racista y políticas de discriminación continuada. Se sigue esclavizando a personas migrantes con políticas concretas, las palabras de los gobiernos afirman la tendencia a la inclusión y el antirracismo, pero sus acciones muestran todo lo contrario. El tránsito en el espacio público es un riesgo continuado a sufrir cualquier agresión policial y maltrato para personas migrantes. Esta red estatal se construye para exigir una posición social incondicionalmente antirracista de palabra y sobre hechos.
Adentrarse en el campo de solicitantes de asilo de Samos es hacerlo en un vertedero en el que las ratas se pasean entre las tiendas de campaña. En cuanto te alejas un poco del núcleo de esta favela, donde viven más de 4.000 almas en pleno corazón de la Unión Europea, el olor a excremento atraviesa la mascarilla y se impregna en la ropa.
El olor a podredumbre es una de las vejaciones que sufren las personas que, huyendo de la muerte y la falta de horizonte, son desterradas por la Unión Europea a estas islas griegas.
Una humillación que también empleó el Gobierno heleno contra las personas que fueron abandonadas a la intemperie durante diez días en una carretera de Lesbos, obligándolas a convivir con la propia basura que iban generando y a hacer sus necesidades al aire libre en los montes cercanos.
Verbalicemos no solo lo que no se ve, sino también lo que no se dice: Evacuar delante de desconocidos, las diarreas provocadas por tener que beber agua de las mangueras de regadío, las menstruaciones, el puerperio de las recién paridas… Y, aun así, las personas refugiadas han hecho un esfuerzo descomunal por mantener la higiene mediante esa ingeniería de la supervivencia que irrumpe a las pocas horas de un desplazamiento forzoso o una catástrofe natural: supervivientes que rápidamente se instalan grifos en canalizaciones públicas, construyen chabolas con telas y cañas en las que las mujeres puedan cambiarse con un mínimo de intimidad, cocinas de leña… Y ahí, en medio de ese caos, niños y adultos destinando parte de su botella diaria de litro y medio de agua -cuando la repartían- a lavarse los dientes. Da igual todo el empeño que las instituciones europeas ponen en doblegarlas: sobrevivir es un acto de resistencia para estas personas, y donde los gobiernos instauran un sistema de apartheid, como hemos visto en Lesbos, ellas se hacen dignidad bañándose en el mar y convirtiendo el agua salada así en su vacuna contra la pandemia.
Unos hombres se asean entre las ruinas del campo de Moria quemado (Elias Marcou/ Reuters)
Las instalaciones de dignidad que empezamos a ver en la carretera de Tara Peke son las que desarrollaron los solicitantes de asilo en cualquier campo de refugiados de África, Asia… O aquí, en Europa, en Moria o en el de la vecina isla de Samos. Porque Moria no era una excepción, sino un paradigma del sistema de maltrato y humillación que la Unión Europea ha implantado en sus campos de refugiados en los países del Sur.
El martes 15, justo una semana después del incendio de Moria, las llamas se cernían sobre el campo de refugiados de Samos, donde ese mismo día se habían identificado los dos primeros casos de covid-19. El fuego fue controlado a las pocas horas. No afectó a sus habitantes porque fue prendido a varios cientos de metros del asentamiento y porque el viento soplaba en dirección contraria. Pero la conexión con Moria parecía clara: se acababa de decretar un nuevo confinamiento a 4.000 personas para las que el coronavirus es la menor de sus preocupaciones.
“Si hubiese sabido que esto era lo que nos esperaba, hubiese preferido morir en Raqqa o en la zodiac”, dice esta madre siria, que prefiere ocultar su identidad, antes de que se le salten las lágrimas y guarde silencio. Su familia de 11 miembros, entre los que se encuentra su nieta de siete meses, nos recibe ya entrada la noche en una de las dos chabolas que construyeron con sus manos cuando llegaron a Samos el 24 de febrero.
Aquí duermen la mitad de sus miembros, en menos de tres metros cuadrados, sin luz ni agua corriente, protegidos por plásticos y cartones. Por el cuello de la camisa del padre, un hombre de 54 años con una soriasis aguda, asoma una cicatriz enorme: es de una operación de corazón que le realizaron en su país. Su nuera está embarazada de tres meses. A ninguno de los dos, denuncian, les atienden en el ruinoso hospital de Samos. “Nos gritan que nos vayamos”, dice su hijo Mohammed. Entre todos, van relatando los horrores de la guerra siria, la huida después de que ISIS tomase Raqqa, las dos veces que fueron descubiertos cuando intentaban llegar en patera a Turquía, la ocasión en que fueron encarcelados en Izmir cuando el bebé tenía apenas siete días…
Nos lo cuentan todo atropelladamente, con esa urgencia que muestran quienes hace tiempo que sienten que su dolor dejó de tener eco fuera de estas paredes, que su muerte importaría tan poco como que sus vidas se estén convirtiendo en escombros de burocracia y abandono. Lo hacen alumbrándonos con un par de esas linternas destinadas a leer mientras se está de camping. Porque para eso han quedado las Naciones Unidas y la Unión Europea, para entregar a estas personas kits de excursionistas con los que, se supone, deben sobrevivir meses o años en la jungla, como ellas llaman a estos montes: una tienda de campaña, una manta, unas linternas con placas solares…
Mientras conversamos y bebemos el hospitalario té que nos han preparado, una hormiga gigante avanza por el suelo de la chabola. Abundan por estos montes, como unas abejas del tamaño de libélulas, arañas y escorpiones, además de las susodichas y famosas ratas.
Hablemos, pues, de lo que desagrada ver. Cuerpos de bebés, de niños y niñas carcomidos por picaduras, convertidas a menudo en llagas supurantes. Se estima que hay más de 1.200 menores en el campo de Samos, pequeños destruidos física y psicológicamente. Criaturas sumidas, en muchos casos, en una tristeza profunda, como la de esos siete sirios pelirrojos, de entre 2 y 10 años, que permanecen sentados en el suelo junto a su chabola. Uno de ellos juega con los restos de una pistola de agua. Tienen miles de pecas iluminándoles unas preciosas caras de miradas vacías.
En cualquier escenario calamitoso, las risas de los pequeños es lo último que deja de escucharse. Y se escuchan muy pocas en estas lomas, pese a haber críos por todas partes. Sí hay muchos llantos: llantos que se retroalimentan, que no tienen una causa clara, y que pueden continuar mientras sorben los mocos e intentan hacer unos garabatos en una libreta. Porque aquí, como ocurría en Moria, tampoco hay escuelas oficiales y solo algunos menores pueden acudir a centros educativos de la ciudad. Así que la mayoría de ellos pasa meses o años rascándose y jugando entre fluidos fecales, mientras sus madres intentan sacarles el barro a sus ropitas en barreños que han de cargar varios cientos de metros. Pero no hay nudillos frotando que puedan quitarle ya el tono amarronado al uniforme infantil de Samos.
Digámoslo, aunque duela: son nuestros niños del pijama de rayas. Solo que aquí no les gasean. Son ellos mismos los que, según nos confirma Marine Berthet, coordinadora de Médicos Sin Fronteras en Grecia, a menudo se autolesionan y piensan en suicidarse, como ya se documentó en Lesbos. Eso sí, lo hacen cargando a sus espaldas mochilas con el logo de la UNHCR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.
“Estos campos solo son comparables a los peores de África”, espeta la enfermera Berthet, con experiencia en emergencias humanitarias en más de 20 países de África y Asia. Tal es la degradación de las condiciones de vida en estos barracones, que la ONG gestiona un proyecto para garantizar el acceso a agua potable, una cuestión que no suele abordar en sus misiones. “Pero, obviamente, el agua es una cuestión básica para garantizar la salud, así que…”, añade.
Fatem tiene 10 años y una larga melena recogida en una coleta de la que salen despedidos reflejos rubios. Empuja un carrito de la compra con cuatro garrafas que ha rellenado de agua en una toma construida por los propios refugiados. Me avisa de que se acerca la Policía antes de arrastrarme hasta su chabola. El acceso al campo está restringido por la cuarentena. La niña es de Deir Ezzor, una de las ciudades que más sufrió el asedio y las batallas entre ISIS y el régimen de Assad durante tres años. Dos años después de haber conseguido salir de aquel infierno parece no extrañarle tener que andar escondiendo a gente. Nada parece sorprenderle, en realidad. Tiene el aplomo de los niños que crecen sabiendo que están vivos por casualidad. Cuando entramos en su chabola, nos encontramos con su hermano Fadi, la mujer de este, Nur, su niño de tres años y una bebé de tres meses.
La guerra siria y la falta de una política unificada de acogida ha dinamitado a esta familia. La madre permanece en el Líbano junto a un hermano y una hermana de Fadi y Fatem, que en los dos meses en los que permaneció allí aprendió un fluido inglés. En Beirut sí podía ir al colegio. El padre de ambos consiguió llegar a Alemania, otro hermano a Suiza, y una hermana se quedó en Siria junto a sus hijos… Tras diversos infortunios, Fatem terminó convertida en una hija más de su hermano, aquí, en Samos, con numerosas picaduras alrededor de la boca, y un tic nervioso por el que cierra y abre la mandíbula continuamente. Fatem solo quiere estudiar y, por el contrario, todo lo que puede hacer aquí es contribuir para que su sobrino y su sobrina sobrevivan a tanta inmundicia. Nur, su tía, pregunta si les puedo ayudar. Es una pregunta que casi todos los refugiados nos harán estos días a los periodistas.
En la chabola de al lado, un matrimonio kurdo de Iraq cuida de sus tres hijas. Llevan un año en Samos, sin colegio, sin nada. La madre conserva la entereza, pero el padre se muestra avergonzado por su situación. El sentimiento de culpabilidad de las víctimas, con la que tanto ha jugado en los últimos días el Gobierno griego en Lesbos. El martes, cuando el nuevo campo ya contaba con varios centenares de tiendas, representantes institucionales intentaban convencer a los desplazados por el incendio de Moria de que accediesen a trasladarse al nuevo centro –del que, una vez dentro, ya no pueden salir– “por el bien de sus hijos”, porque “en seis meses estarán en Atenas si lo aceptan”, porque…
El sábado 19, después de que la inmensa mayoría hubiese accedido a las carpas para dormir primero sobre la tierra y, después, sobre esterillas y con apenas una delgada manta, el ministro de Inmigración y Asilo, Notis Mitarakis, anunció la prohibición a las ONG de repartir comida y agua a los que aún permaneciesen fuera del campo. De desobedecer la orden, añadía, serían multadas.
Como antes en Moria, ahora en Samos, si esta crónica fuese una road movie, encontraríamos que cada una de las chabolas y tiendas de campaña alberga una historia de injusticia en la que, sorprendentemente, todas las personas entrevistadas sostienen que el peor momento de sus vidas se está dando en suelo europeo. Hasta llegar aquí, no había tiempo para pensar: era la lucha y la huida por la supervivencia. Y cuando se suponía que llegaba el momento de la reconstrucción de sus vidas en un lugar donde no estuviesen en peligro, de repente, el socavón: el haberlo dado todo para nada.
Porque hablemos de lo incómodo. De quienes son las víctimas de la discriminación positiva que el Gobierno griego y la Unión Europea aplica a los solicitantes de asilo. Tras el incendio de Moria, el el Ejecutivo heleno rápidamente anunció que trasladaría a un lugar seguro a los menores no acompañados, a las familias monomarentales y a las mujeres que viajaban solas. Muchas de ellas fueron llevadas en ferry a otros campos en Atenas. Aún en la isla, una vez que se abrió el campo cerrado de Tara Peke, las familias con menores a su cargo tenían preferencia para ingresar. La canciller alemana Angela Merkel anunció que su país acogería a unos 1.500 refugiados: unos 100 o 150 niños y niñas no acompañados, y el resto, familias con menores. Un criterio basado en la mayor vulnerabilidad, que también suele operar en los plazos para el trámite de las solicitudes de asilo. Y fuera de todo ello, quedan los hombres solteros.
“Mis padres y mis hermanos están en Alemania. Mi solicitud la rechazaron porque soy mayor de edad”. Tarik Al Hassan tiene 23 años, es también de Deir Ezzor. Fuma mucho, al principio habla poco, pero una vez que empieza a abrirse, ya no hay contención. Lleva 13 meses atrapado en este monte desde el que abruma la preciosa vista de la lengua de mar que se adentra en la isla y que los humanos convirtieron en puerto al principio de la historia de la humanidad, esa que se ha ido construyendo a través del movimiento de personas.
Tarik llegó a Samos, como todas los refugiados de estas islas, en patera. Cuando la guardacostas griega la localizó, trasladó a sus 50 pasajeros a una comisaría donde les tomaron los datos e, inmediatamente, les señalaron las colinas del campo. Así llegan, por su propio pie, y así se instalan, en los barrios que se han ido constituyendo por nacionalidades.
Tarik, como muchos otros refugiados, cree que el Gobierno griego ha bloqueado la tramitación de sus solicitudes de asilo porque “se quiere quedar con el dinero que le da por nosotros la UE”. Lo cierto es que tienen razones para caer en la teoría de la conspiración en vistas a las condiciones en las que malviven, a la mala calidad de las raciones de comida que reciben, a la falta de instalaciones tan básicas como duchas, electricidad, saneamiento… Si hasta la basura la recogen los propios refugiados. Resulta obvio que alguien está haciendo grandes negocios a costa de estas personas.
“Cuando bajamos a comprar a la ciudad nos miran como si fuésemos basura: ¿qué se creen? Tenemos estudios, educación, familia… Nuestros países tienen petróleo. No odio a los europeos, pero sí al Gobierno y al pueblo griego por apoyar lo que están haciendo con nosotros”, me explica, sentado en una piedra en el arcén del camino.
“Estoy muy mal psicológicamente, pero no solo yo, todos los solteros”. Sentado junto a él, otros muchachos le escuchan y asienten. Son voluntarios de una ONG cuyo coordinador aparece, de repente, para comunicarme que todas las declaraciones que me hayan dado los muchachos que llevan la camiseta de su organización tienen que pasar por la central de Atenas para que den el visto bueno. Obviamente, le respondo que esos hombres tienen libertad de expresión y que, lógicamente, no pienso someter su derecho a ningún control. Seamos claros: algún día habrá que abordar la apropiación que algunas entidades sociales hacen de sus usuarios o, incluso, como en este caso, de sus voluntarios, en nombre de un supuesto proteccionismo que tiene mucho del paternalismo colonialista que tanto suelen criticar.
Campo de refugiados oficial de Samos, aunque la mayoría vive en los alrededores por la falta de espacio (P.S.)
Pero, mientras, hablemos de nuestro propio sesgo, de en quién y por qué fijamos nuestra mirada como periodistas. Mobina y Farima Karimi tienen 15 años y 13 años, respectivamente. Mobina tiene una larga melena que flota sobre una camiseta de mangas cortas con un punky de Banksy dibujado en el pecho. Farima luce un moderno corte de pelo corto, con raya al lado y abundante flequillo sobre su ojo derecho. Viste una camiseta blanca corta, y ambas lucen pantalones sport ajustados al tobillo. Su madre y su padre comparten estética moderna. Son afganos y puedo conversar largo y tendido con ellos porque las adolescentes hablan inglés. Porque este es también parte del condicionante del que raramente hablamos los periodistas.
No siempre es fácil contar con los recursos para contratar a alguien que traduzca, y en la mayoría de este tipo de coberturas terminamos volcándonos en aquellas historias cuyos protagonistas hablan inglés o francés, lo que ya supone una criba importante. En esta ocasión, he comprobado cómo el afán de los refugiados por hacerse entender les lleva a recurrir al Google Translator. No es la mejor de las soluciones, pero sí habla del valor que muchas de estas personas siguen depositando en nuestro oficio. Incluso cuando les explicamos que, más allá de contar lo que está ocurriendo, nada podemos hacer.
Izadi Boza, un refugiado kurdo-sirio, utiliza la aplicación de Google Translator para comunicarse con la periodista (P.S.)
Mobina y su familia pueden comer algo más que las insuficientes y repugnantes raciones de comida repartidas por la ONU gracias a que su padre vende las patatas y cebollas que compra en el pueblo. Para llegar hasta allí, cada día tiene que hacer horas de cola porque la Policía escalona el número de refugiados que pueden salir del campo. Una vez fuera, adquiere el producto en uno de los dos supermercados que, como en Lesbos, se están quedando con la práctica totalidad de los ingresos que podrían recibir las islas de sus nuevos vecinos. Cada adulto recibe 75 euros al mes y cada menor, 50, hasta sumar como máximo, 245 por unidad familiar. La madre vende las verduras apenas unos céntimos más caras: cuatro cebollas, 50 céntimos. Lo compruebo cuando un chico africano hace una compra. Aquí funciona literalmente el hambre del pan y cebolla.
Tarjeta informativa sobre las ayudas por persona solicitante de asilo del Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas (P.S.)
Este joven matrimonio decidió que todos salieran de Herat para que sus hijas tuvieran un futuro como mujeres profesionales e independientes. Ahora se encuentran cocinando usando como combustible las ramas de los arbustos que se disputan con el resto de refugiados, lavando los platos y la ropa en un barreño y yendo las tres juntas al baño para evitar posibles asaltos sexuales. “Ahora, sobre todo, temo a los incendios y a la covid-19, así que no salimos apenas de la tienda”, explica Mobina, mientras al fondo escuchamos a Farima cantar. Tiene los cascos puestos buscando ese refugio que ofrece la música en la adolescencia y que solo unos cuantos privilegiados conservan hasta la vejez.
En las casetillas construidas con piedras y pales que hacen las veces de duchas, cuelgan carteles que recomiendan lavarse las manos, mantener la distancia de dos metros o llevar siempre mascarillas limpias… Nada de ello es posible en este espacio porque así lo han decidido las instituciones griegas y europeas.
Digámoslo, pues: si su intención no es que se contagien masivamente y se conviertan así en el foco del odio de los locales por esta nueva razón, lo fingen bastante mal.
Admitamos lo que nunca nos gustaría admitir. Que, sobre todo, en el caso de las personas del África subsahariana, que no solo han sufrido todo tipo de vejaciones en su éxodo, sino que también padecen el racismo de los árabes y persas en los campos, y que saben cómo han de sufrir y morir para llegar a costas italianas o españolas, no tienen inicialmente interés en contar lo que están viviendo. Porque ya saben que sabemos.
Si lo hacen, si nos vuelven a enseñar las pertenencias que guardan en las tiendas de campaña roídas por las ratas o los documentos que demuestran que llevan hasta tres años de encierro en este centro, es más por la necesidad de clamar que son seres humanos, negros y seres humanos, y que vinieron aquí para trabajar y darles alguna oportunidad a sus hijos. Que, como repite el congoleño Patricio, mientras sostiene una pastilla de jabón con las muescas de la dentadura de una rata, no han venido a robarle nada a nadie. «Estamos aquí como los esclavos, no somos esclavos. Se nos suben las ratas por el cuerpo cuando dormimos. ¿Quieren matarnos o qué?», espeta, mientras muestra su papel de registro de la Agencia para los Refugiados de la ONU que demuestra que lleva viviendo un año y medio en esta tienda de campaña.
Nos lo cuentan por desahogo, porque nos hemos convertido en la válvula de una olla a presión. Como las Naciones Unidas, que garantizan que no mueran de inanición a la vez que no se revuelvan contra su opresión. Y como los gobiernos de la UE, que no los deporta a sus países de origen porque no les admitirían, pero les someten a tales condiciones de humillación que terminarían por hacer cola por entrar en una prisión con mejores condiciones, como ha ocurrido en Lesbos.
Zaina Buby tiene tres años y apenas duerme de noche: teme a los zorros del monte, a las ratas y, sobre todo-sobre todo, a las continuas peleas entre refugiados. Hacinamiento más desesperación por la falta de horizonte, más hambre, más agotamiento más… la combinación perfecta para fomentar la conflictividad.
Su padre, Omar, un kurdo sirio que estudiaba Geológicas en la Universidad de Damasco, tuvo que salir de Rojava hace un año con el resto de su familia -esposa, madre, hermana, cuñado, sobrinas…– cuando Turquía comenzó su campaña de tierra arrasada en esta región. Su hermano de 20 años murió en uno de esos bombardeos. Cuando tomaron la patera y llegaron a este campo, su segunda hija tenía tres meses, y ahora tiene más de un año. Hasta hace cinco semanas no le hicieron la entrevista de solicitud de asilo.
“Mi mujer tiene jaquecas terribles y mi cuñado dolores estomacales que no le dejan dormir. Pero en el hospital no nos atienden y cuando hacemos cola para salir, durante horas, la Policía no nos escucha. Solo nos dicen “Vete, vete”. No podemos decir nada”, explica.
Todo el mundo está enfermo en estos campos: ya sea por las condiciones en las que tienen que vivir, por las que han tenido que atravesar en su huida o por las de sus países de origen. Y la mayoría no recibe un trato médico digno cuando acuden a los centros de salud o al hospital. Un extremo que nos confirma Marine Berthet, de Médicos Sin Fronteras.
A esto hay que añadir que el sistema público de salud griego tiene una sistemática falta de recursos y personal, además de contar con unas infraestructuras impropias de un país de la Unión Europea, si no fuera porque fue esta misma la que obligó a este país a aplicar medidas austericidas que acabaron de destrozar los servicios públicos. Así que cuando a los refugiados les dan cita para un especialista a tres meses vista, a menudo creen que están siendo discriminados. Lo cierto es que las listas de espera, como ocurre en España, están desbocadas. En cualquier caso, resulta evidente a la vista el nivel de degradación física al que está sometida la población de los campos de refugiados.
Hablemos de lo inevitable: ni el extinto campo de Moria, ni el nuevo de Kara Tepe, ni el de Samos son una anomalía en la UE. Es más, son los más visibles y, por tanto, donde hay al menos presencia de periodistas y de ONG internacionales. Según el proyecto closethecamps, de la red Migreroup, solo en la Unión Europea hay más de un centenar de hotspots, de centros para extranjeros. Y, sin embargo, como ha podido constatar La Marea son más si tenemos en cuenta los lugares de detención a cielo abierto que no están registrados oficialmente.
Visitamos uno de ellos en el norte de la isla de Lesbos, cerca de la población de Efthalou, donde llegan muchas de las pateras procedentes de la costa turca. En la hendidura que forman dos montículos, en primera línea de mar, despuntan una decena de tiendas de campaña de la ONU. Para cuando estamos saludando a sus habitantes, una agente de la guardacostera que vigilaba el acceso a la carretera por la que hemos llegado, ya nos está dando la orden de identificarnos tras seguirnos en coche. Nos obliga a acompañarla al puesto policial, donde nos informan de que no podemos hablar con estas personas que, supuestamente, llegaron hace dos semanas en patera. El pretexto oficial, que están en cuarentena.
Campo no registrado de personas refugiadas en el norte de la isla de Lesbos (P.S.)
Quién sabe cuántos campamentos informales como estos más habrá, cuántas personas albergarán, por cuánto tiempo y bajo qué criterios les encerrarán… La Unión Europea y el Gobierno griego ponen más empeño en impedir que podamos mostrar cómo maltrata a las personas refugiadas que en ocultar que esa es su principal preocupación.
Mientras, la joven siria Hayat sigue escribiendo su historia en un cuaderno del Che Guevara en una chabola en Samos: «Yo solo quería una vida sencilla: un bolígrafo, un cuaderno, luz…». Hayat desconoce qué pasará con su vida, pero tiene claro el título para su libro: Un sueño que no ha acabado y que no acabará.
Reportera transfronteriza especializada en derechos humanos y enfoque de género. Premio de la Asociación Española de Mujeres de los Medios de Comunicación. Le apasiona tanto viajar para reportear al otro lado del mundo, como descubrir y contar los mundos que conviven en la esquina del barrio.
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