A mediados de los años ochenta, Paquita la del Barrio decidió que en las canciones ya bastaba de machos y señores, optando por un imaginario nuevo en el que las mujeres tomasen las riendas. Casi cumplidos sus setenta, esta guerrillera de la ranchera y el bolero todavía sale al escenario cada noche con un látigo entre los dientes para seguir haciendo su trabajo: cantar contra el maltrato y la vanidad de los machos, a sabiendas de que son muchos pero cobardes.
Paquita la del Barrio en una de sus actuaciones./ Fuente: Starmedia.com
En el argumento más difundido de la canción ranchera, la crueldad de las mujeres conduce a los hombres a las cantinas, donde estos beben hasta borrar los recuerdos o infundirse un estoicismo transitorio. El mayor logro de Francisca Vivero Barradas (1947), eternizada como Paquita La Del Barrio en la historia de la música latinoamericana, fue señalar la falsedad de estos relatos, pulverizarlos y desplazar el testimonio hacia las auténticas víctimas: las esposas que esperan en casa con la paciencia colmada mientras ellos intercambian autocompasión y tequila con sus compadres. Si hay algo realmente subversivo en las canciones de Paquita La Del Barrio es que en ellas no existe el mínimo rastro de autocompasión, aceptación o resignación. La experiencia de escucharlas como hombre es siempre incómoda, porque nos devuelven la imagen de un rey desnudo, ridículo. “Y ahora que se fue tu perversa juventud / Ni un cigarro te doy / Porque un cigarro ahora / vale mucho más que tú”. Fijémonos en las palabras: la artista podría optar por una interpretación obvia, abalanzándose sobre ellas hasta dejarlas hechas jirones, pero siempre consigue moverse con la templanza de un tren de hielo y fuego. Uno podría darse media vuelta, pero aunque no mire no hay forma de escapar del ajuste de cuentas que ese tren lleva consigo.
En las fotografías de juventud de Paquita La Del Barrio podemos vislumbrar ya a la artista huracanada del futuro. La vemos cortando mango y café con heridas en los dedos, siempre con una ranchera de su admirado Pedro Infante brotándole del pecho. O imponiéndose a sus compañeros y compañeras en los festivales escolares, porque canta mejor que nadie esos bolerazos de telenovela que le ayudan a olvidarse del hambre por un rato. Abocada desde muy pronto al trabajo duro para ayudar a pagar las facturas y sin grandes esperanzas de poder estirar los estudios, su breve infancia en Alto Lucero, Veracruz, termina abruptamente con un fundido. La siguiente fotografía la retrata con apenas quince años, embarazada de un padre de familia que triplica su edad y que la cubre de promesas que no llegan a cumplirse. Como siempre sucede en estos casos, la posibilidad de planear un futuro en común jamás se concreta, pero Paquita aprende durante la espera un par de lecciones. La primera es que los hombres nunca se componen, nunca cambian. La segunda, que la esperanza de conquistar la felicidad nunca debe depositarse en manos de otra persona. El precio de las lecciones es caro: entre medias queda un reguero de maltrato que toma cien formas distintas, exceptuando la violencia física, porque “le hubiese roto la madre si me toca un pelo”; pero ella ya vivirá para siempre con los puños cerrados y la confianza herida. Sin proponérselo, acaba de descubrir el pozo del que surgirán todas las canciones del futuro.
Con dos niños en la canastilla, emprende su primer viaje al DF para intentar sacar algo de plata de su talento para el canto. Lo hace con su hermana Viola, con la que durante diez años formará el dúo Las Golondrinas: una sociedad artística que rueda por verbenas y restaurantes, armada con un repertorio de rancheras y boleros ortodoxos que aún no prefiguran el terremoto feminista en el que se convertirá Paquita. Sin embargo, las golondrinas detienen su viaje en 1975, cuando tras un fuego cruzado de reproches y celos, Viola decide planear por libre en busca de una carrera artística más rentable. Desengañada, nuestra protagonista prefiere sujetarse a un futuro sin turbulencias, así que poco tiempo después la vemos yendo y viniendo por entre las mesas de “Casa Paquita”: un restaurante a su nombre desde el que cada noche huele la llegada de su nuevo marido, reconocible de inmediato por la estela de tequila y perfume que lo acompaña. Ella, que había jurado no sufrir más por un hombre, ha vuelto a tropezar en la misma piedra, y no será esa la única promesa que rompa en su nueva vida.
Cada vez que se arranca el delantal para unirse al coro improvisado por la clientela, Paquita comprende que renunciar a las canciones fue una decisión imposible de mantener. En una velada típica, a medida que las botellas se vacían y aumenta el clamor, los vítores la conducen desde las mesas al escenario principal. Y una vez allí, desde lo alto, la artista descubre su capacidad para empujar el repertorio hasta el arrabal profundo. Lo hace literalmente, puesto que “Casa Paquita” es uno de los núcleos de preservación y desarrollo del bolero rebelde y la ranchera de combate: dos subgéneros en los que las historias se envuelven en atmósferas de novela negra y el peligro se presenta bajo la forma de una masculinidad feroz. En el extrarradio de ambos estilos, la música puede tender a endurecerse: es entonces cuando la fanfarria orquestal deja de ser un vehículo eficaz y el sonido se moderniza con guitarras y bajos eléctricos, sintetizadores, teclados.
En este contexto, Paquita abre el arco narrativo que la hará famosa. En sus canciones nunca hay rodeos o palabras superfluas: la cantante entra directamente en barrena, describiendo el maltrato al que ha sido sometida por el macho de turno. Inmediatamente después, el hombre es ridiculizado en juicio público, Paquita le entierra con pico y pala en el hoyo del olvido y la canción se desvanece. Siempre es la misma canción, cruda en su exposición autobiográfica y necesaria como mensaje “para que las mujeres no permitan el maltrato, pero también para que ellos dejen de hacerlo”.
No obstante, la canción de revancha popularizada por Paquita La Del Barrio no es un artefacto nuevo, y mucho menos patentado en solitario. Hay rastros previos en el estilo barrial de Chelo Silva, la intérprete que se enorgullecía de consagrar su arte a las mujeres lastimadas del arrabal. Y también en la actitud desafiante de Toña La Negra, que fundía los plomos del género cuando cantaba aquello de “te odio, maldito / te deberías de morir”.
La audacia de Paquita consistió en radicalizar aún más las formas, en un proceso perfectamente descrito por el periodista mexicano Carlos Monsiváis: “Su aporte específico se da en la cadena de los cambios sociológicos y amatorios. De la súplica al desafío, del relato herido a la jactancia, del perdón al insulto, de la pose hierática a la pose hierática humanizada por el dolor y petrificada por el desquite”. También hubo un logro improbable: haber conseguido elevar su repertorio de pólvora y azufre hacia niveles de popularidad insólitos para cualquiera de sus predecesoras.
La primera gran escenificación de ese poderío tiene lugar en “Casa Paquita”, una madrugada cualquiera a finales de los años setenta. Como cada noche, la intérprete ha pasado entre dos y tres horas arreglándose en el camerino, dejando sin mácula el vestido azul turquesa y seleccionando las joyas con las que se presentará ante su público. La velada transcurre sin sobresaltos, hasta que a mitad de repertorio se arranca con ‘Cheque En Blanco’, su número más esperado. “Y no canto de dolor / Yo no busco quien me quiera/ Ni pretendo financiera / Que me avale lo que soy”. En un momento dado su mirada se pierde en el fondo del local, donde su marido aparece tambaleándose tras siete días de farra y ninguna señal de vida. “Yo no soy letra de cambio / Ni moneda que se entrega / Que se le entrega a cualquiera / Como cheque al portador”. Ahora Paquita está enterrada en la canción, pero a mil kilómetros de los músicos y de la audiencia. Y entonces clava su mirada en el desaparecido: “Eh, tú, ¿a dónde vas? ¿Me estás oyendo?”. Silencios incómodos, un hombre abochornado. “¿ME ESTÁS OYENDO, INÚTIL?”. Aullidos, aplausos: ahora Paquita acaba de patentar su grito de guerra; el sello con el que lacrará todas sus grabaciones y shows futuros.
En adelante, sus comparecencias se desarrollan siempre en un clima pugilístico. Las mujeres acuden a sus recitales para aplaudir el valor de Paquita, pero también para infundirse valor, para sacudirse el miedo. Así, cada intervención de la cantante (“no tengas miedo por grandotes que los veas / ponte valiente ya verás cómo se amansan”) tiene una respuesta en la grada: “¡Duro con ellos, Paquita!”, “¡Así se habla, Paquita!”. También podemos ver a hombres entre el público. Los más insensatos pueden insultarla e incluso lanzarle vasos, pero la mayoría permanecen petrificados en sus asientos, tragando saliva mientras ven cómo la vanidad disminuye hasta desaparecer entre sus pantalones: “Soñando a solas mientras tú, roncando / Pobre pistolita, no disparas nada / Ni de vez en cuando”. El objetivo de cada noche, de cada canción, es que unas y otros vuelvan a casa transformados: ellas más corajudas, ellos menos machos.
Tras suscitar el interés del canal Televisa, Paquita da el salto a la pequeña pantalla y en 1984 registra su primer disco, ‘El Barrio De Lo Faroles’. Después llegan las telenovelas, las películas, los titulares incendiarios contra los cobardes y los inútiles, y Paquita se hace omnipresente. Si echamos un vistazo a su inventario de grabaciones, la imagen es abrumadora: distribuidas en una colección inabarcable de soportes baratos y reeditadas constantemente en multitud de discográficas subterráneas, no parece exagerado afirmar que sus canciones constituyen el legado feminista más importante y difundido de la música latinoamericana del siglo XX.
A día de hoy, un público nuevo tiene la oportunidad de acceder a esa producción gracias a una pista inesperada. Y es Paquita es la protagonista absoluta de uno de los teasers promocionales de la serie “Narcos”, donde la cantante dedica su éxito ‘Rata De Dos Patas’ al mismísimo Pablo Escobar. “Maldita sanguijuela, maldita cucaracha, que infectas donde picas, que hieres y que matas…”. Cuando termina su andanada, la de Veracruz se mete entre pecho y espalda un caballito de tequila, golpea el vaso contra la mesa y advertimos en su gesto un rictus de satisfacción. La fuerza contenida en esos pocos segundos es difícil de medir. Ante sus ojos, Paquita creer estar contemplando el derrumbamiento final del mundo macho, y le parece el espectáculo más divertido del mudo.