La guerra de nuestras abuelas

 

03/02/2021

Extracto del libro ‘Nietas de la Memoria’, escrito por 10 periodistas feministas que han recogido las vidas de sus abuelas.

 
portada del libro

10 periodistas feministas han recogido las vidas de sus abuelas en el libro Nietas de la Memoria. Pretenden con ello reescribir la historia, contada siempre por los hombres, para que las mujeres ocupen el espacio que se merecen en la memoria. Mujeres que batallaron por sacar adelante a sus familias en muchas ocasiones en soledad, en una guerra que no comenzaron pero que sufrieron igualmente desde el frente de la supervivencia.

A continuación se reproducen dos extractos de dos de los capítulos de la novela: ‘Flores de Papel’, que cuenta la historia de Vicenta, que sacó adelante a su prole en soledad con la venta de flores de papel en un Madrid que se refugiaba de las bombas, y ‘Y nos tocó crecer’, que recrea la niñez de Coronada en Villafranca de los Barrios (Badajoz), lugar que se convirtió en un corredor para las tropelías del ejército franquista.

Flores de papel

Sara Plaza Casares

foto antigua de cuatro mujeres y un hombre con muchas flores

Mi mamá Vicenta pegaba el último pétalo de margarita aprovechando los rayos de una luna de enero que se colaban por la ventana curiosos y sosegados. Rápida, pero con tiento apuraba el último ramillete que prepararía aquella noche y que estaría a la venta a la mañana siguiente en la esquina junto al cementerio de la Almudena. Durante el día no pudo acabar la tarea y el tiempo era oro, pese a que la luz del quinqué ya no era suficiente. Vicenta forzó la máquina hasta que sus pupilas no pudieron más. Quería ir a vender por la mañana. Pero no pudo ser.

Envolvía ya todo el material y remataba las hojas de los tallos cuando un dolor punzante atravesó su pelvis. Un dolor seco, rápido y eficaz que la dejó sentada junto a las flores. El destino había colocado una silla justo bajo su trasero. Reposó medio segundo y se volvió a levantar. Llevaba con esos dolores ya desde la tarde, pero no había tiempo que perder.

De repente, el sonido de una sirena se colaba por la ventana siguiendo el camino de los rayos de luna. Un sonido que ya se había convertido en uno más de la familia.

— ¡Catalina! ¡Sirena! ¡Apaga el fogón y vamos! —acertó a exclamar antes de que otro dolor la hiciera sucumbir a la ley de la gravedad.

Mi hermano y yo dormíamos plácidamente, mientras nuestra tía Catalina, con una sordera permanente que la hacía mantenerse fuera del mundo de las estridencias, daba vueltas a las lentejas que serían la comida de mañana.

— ¡Catalina! ¡Catalina! Que hay que coger a los niños- chillaba Vicenta antes de acertar a levantarse.

Según nos han contado, rápida como un rayo se dirigió a nuestro cuarto y sin tiempo de arrumacos nos puso en pie mientras nos cubría con algo de ropa. Recuerdo sus manos calientes arropándome con una toquilla improvisada. Aún escucho su aliento entrecortado mientras nos apañaba como podía para evitar que el frío reprodujera nuestros continuos resfriados. Después nos condujo hasta la cocina, agarró a Catalina por la cintura, apagó el fuego y empujó a toda la familia hacia el descansillo mientras la tía preguntaba extrañada qué estaba pasando. Nadie se percató del reguero que mi madre fue dejando en nuestra apresurada huida. Una huida calle abajo, salpicada por dolores intermitentes, amparada en mi brazo que robusto aguantaba las embestidas.

No fue hasta llegar al túnel de metro de Atocha, donde vecinas y vecinos se apiñaban para cubrirse del bombardero, cuando sintió la humedad en sus piernas. Mientras un hilo de agua resbalaba por sus bajos otro dolor punzante la obligaba a situarse a cuatro patas. Sus compañeras y compañeros de guarida hacían un círculo a su alrededor mientras los espacios se estrechaban aún más.

— ¡Vicenta ha roto aguas! —gritaba Herminia, la panadera.

— ¿Un médico en la sala?- añadía Manolita, la hija del alguacil.

Y mientras, en la calle, se escuchó un ‘boom’.

Y nos tocó crecer

Isabel Gaspar Calero

tras mujeres de cuerpo entero con abrigos largos. Foto en blanco y negro

Era habitual que los soldados entrasen en las casas y violasen a las mujeres, alguna vez mi propio padre tuvo que espantar a más de uno. Un día, mis hermanas y mis primas estaban cosiendo detrás de la puerta porque había más claridad, cuando entran dos soldados y se meten para adentro de la casa. No se habían dado cuenta de que estaba mi padre y cuando les preguntó que a dónde iban dijeron que a pedir candela y se marcharon bien rápido.

No podían contar lo mismo otras chicas y mujeres, que tuvieron que penar ante la voluntad masculina. Un padecimiento que no acababa con el acto en sí, pues ser violada era un estigma que las acompañaba siempre. Las violadas eran violadas para toda la vida. Hubo muchos niños sin padre, se les conocía como niños de la guerra. Las que tenían suerte se casaban, pero a las más pobres era a las que dejaban atrás con los hijos.

También los había que pagaban, como si al hacerlo fuese menos delito aprovecharse de la necesidad. Siempre recordé la trágica historia de aquellas cuatro hermanas que vivían en una calle colindante a la mía y a las que su madre les organizaba la cola de hombres y cuyo padre miraba para otro lado. Eran el sustento de la familia y el vehículo para paliar el hambre. Cómo debían de estar para que la propia madre diese el turno.

Entonces lo que se pensaba es que los que habían ido a luchar tenían el derecho a divertirse y desahogarse con una mujer. Por eso muchas madres nos ponían restricciones a las hijas. Al fin y al cabo, las que teníamos que tener cuidado éramos nosotras.


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