El cuento de ‘La Chivata’, de Luisa Carnés

Ofrecemos en exclusiva este cuento de Luisa Carnés (1955), que se acerca a la causa republicana desde la mirada particular de las mujeres represaliadas en el franquismo

 
 
 

Niños en el patio de la prisión maternal instalada en la cárcel de Ventas. 1955. (Archivo Regional de la Comunidad de Madrid)

Luisa Carnés

26 de mayo de 2017 11:27h

I

¿Quién era? No podía ser la madre del niño recién nacido, de aquel niño de piel rosada, llena de arrugas, cuyos puñitos apretados eran los únicos puños que podían cerrarse ante las miradas agudas de las celadoras. No podía ser la madre recién llegada, cuyo hijo acababa casi de abrir los ojos a la luz de aquellas galerías, cuya claridad no descubría graciosos pájaros, ni iluminaba un solo árbol, un árbol siquiera, que pudiera contar el paso de las estaciones con su desgranar de capullos en cada rama o su crujir de hojas secas bajo los invisibles dedos del viento. No podía ser aquella madre nueva, cuyos labios pálidos sellaban el camino de la libertad del marido («Podéis matarme, pero no diré por dónde se fue»).

 

Su cabello apretado en rueda sobre la nuca todavía no encanecía. Sus manos alzaban al hijo para que recibiera el rayo de sol que paseaba despacio, de doce a una, por el patio, para que recibiera el aire delgado que a las oscuras celdas no quería pasar. No podía ser tampoco la madre del niño doliente, que no sabía lo que era un caballo, ni menos aún conocía la leche de la vaca mugidora, e ignoraba que dos hileras de casas formaban una calle, y varias casas puestas en rueda forman una plaza. El niño de piernas de alambre, que desconocía otras aves que no fueran aquellas que cruzaban por encima del penal, con un ruido que hacía temblar todos sus pequeños huesos.

No podía ser tampoco la maestra. La maestra no era joven ni bella. Sus manos se habían deformado con ropas ajenas. Había lavado en lavaderos públicos, en pilas frías, por las cuales pasaban ropas de todas partes, pero sobre todo señaladas con un signo (USA) que la maestra conocía muy bien; en lavaderos de hospitales, oscuros, húmedos, acompañada a veces de algún cadáver, en espera de la noche para ser rescatado por la tierra. Así se enclavijaron los dedos de sus manos, mientras los niños españoles no sabían que dos y dos son cuatro. Cuando en las batas tiesas de un hospital aparecieron unas hojitas en contra de Franco y de los yanquis, la maestra fue puesta en cautiverio. Y ahora sus dedos torcidos apenas pueden sostener el pedazo de lápiz que escribe, para los hijos de las presas, cuántos días tiene un año sin leche, sin pájaros, sin juguetes, y con aquellas grandes alas de metal norteamericano traspasando los aires… No podía ser tampoco la maestra.

No podía ser la anciana de los zuecos (otro beso de amor sobre un camino). Le preguntaban «¿Dónde está tu hijo?», y ella respondía «¡Sábelo Dios!». Y ahora estaba allí, en el día eterno de la cárcel, con sus viejos zuecos, que nadie podía arrancarle de los pies y que producían durante todo el día un ruido seco por las galerías y el patio, añorando las viejas piedras de la aldea. No podía ser tampoco la vieja de los zuecos

¿Pues quién entonces?, ¿quién era? ¿Carlota, la de los ataques; Jacinta, la Madrileña; Pepa, la Tuerta (culpa fue del vergajazo de la funcionaria); Maruja, la Liviana (flaca como un perro flaco, saltarina y ligera como un alambre azotado por el vendaval); Filo, la Asturiana; Carmen; Amparo…? ¿Quién de ellas? ¿Cuál de todas aquellas sombras de mujer era «ella»?

—Bueno, yo no digo que si aquella o la de más allá, pero entre nosotras está la prójima.

—¿Tú, no quedrás decir…? Pero, ¿por qué me miras? ¿Tengo yo cara de chivata?

—¡Mía esta!… Estás enfrente de mí. A algún lao tiene una que mirar.

—Pero, casualmente, me has mirao a mí.

—Pues eso habrá sido, casualmente… ¡Mía esta!

Estaban en el patio. El sol, ya alto, apenas calentaba. Alto, alto. La madre joven levantaba a su hijo entre las manos —el niño de carina menuda, como una cereza arrugada—, pero no lograba que el infante alcanzara aquella débil flecha amarillenta que apuntaba a una pared gris. La Liviana tiritaba dentro de su toquilla negra, y con sus largos brazos rodeaba su propio cuerpo. Carmen, María, Angustias, Filo, hacían guantes y pañitos de perlé, y la anciana de los zuecos medía las losas frías de aquel pozo que se comía los colores, los senos, las caderas, la juventud de las reclusas.

—Tú dices, pero una tiene que recelar de todo. Aquí todas somos de confianza, pero ¿quién dio el soplo el día de la clase política?, ¿y la noche de la lectura del periódico? ¿Cómo se supo quién escondía la bandera republicana el año pasado?

—Tiene razón. Todo eso es más que sospechoso. Las funcionarias no son adivinas. ¡Hay que ahorcar a la que… !

—No puede ser una política.

—Tié que ser una de las comunes, que se haya infiltrao.

—¿Pero quién puede ser, quién? Otra vez a mirar, a buscar con los ojos, en los ademanes, de un grupo en otro (no podían ser más de cinco). ¿Quién? ¿Quién? Y otra vez, la misma de antes:

—¡Y dale!… Mira pa’ otro lao, tú.

—¡Pues a algún sitio tengo que mirar, ¡mía esta!…

Siguieron mirándose unas a otras después, en el comedor, y más tarde al formar en la galería para que las contara la celadora. Y en los días que vinieron. No había descanso. No se sabía quién era, pero se la sentía en todas partes. Se la sentía como algo impalpable, pegajoso y frío, algo que enmudecía el labio y hacía cerrar las manos debajo de los delantales y en los bolsillos de las batas. Era algo contra lo que era difícil luchar. Porque, ¿cómo se defiende la gente de una sombra? Y eso era la chivata, una sombra que resbalaba sobre el patio y la galería; una oreja adherida a todas las celdas, arañando en todos los cerebros y robando los pensamientos, quizá antes de que nacieran.

Había introducido en el penal algo peor que el hielo: la desconfianza. La desconfianza sellaba las bocas y enfriaba los corazones de las presas. Los corazones, antes tan encendidos en amor. Se cerraban las mujeres dentro de sí mismas como lo hacían cada noche en las celdas con sus cuerpos las funcionarias. Y en la oscuridad casi total — solo la pequeña bombilla de carbón al final de la galería— se adivinaba al poder maligno deslizándose ante las puertas, captando los suspiros, las lágrimas, los anhelos de libertad y de justicia, la nana de la madre joven, de pechos henchidos, que soñaba para su hijo un rayo de sol, como la madre del niño raquítico soñaba para el suyo un caballo con cola de algodón.

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II

—Os digo que es ella.

—¡No puede ser!

—Es la que mejor cumple las tareas.

—Con su cuenta y razón.

—Es la primera que reclama a las funcionarias…

—Y hasta la metieron en celda de castigo el mes pasado.

—Sí, menuda celda de castigo… ¿Sabéis cómo se llama su celda?; la Puerta del Sol. Mi hermana la vio en la calle hace dos semanas.

—¿Cómo es posible?

—Toma, siéndolo. Entra y sale de la cárcel como Pedro por su casa. ¿Qué más pruebas queréis?

—Si fuera verdad, era para matarla.

—Y tanto que lo es. Mi hermana no inventa infundios. Me lo escribió en un papelito. Aquí está. Pasarlo a las demás, con cuidado.

—Sí, con tiento… La anciana de los zuecos contaba baldosas en el patio. La madre joven había conseguido al fin que su hijo aprisionara en sus puñitos cerrados el rayo de sol, y reía:

—¡Qué rico solecito para mi niño!

Carmen, Filo, Carlota, María y Angustias movían entre los dedos las agujas de hacer croché. El pequeño papel blanco pasó entre sus dedos ligeros, entre los aleteos juguetones. En él unas letras a lápiz decían: «Cuidado con la Liviana. La he visto en la calle». Entre los dedos de la última se convirtieron en diminutos pétalos, que más tarde desaparecieron en el retrete.

—¿Lo creéis ahora?

—¡Qué horror!

—Es la más interesada en las clases políticas.

—La más interesada en la lectura del periódico.

—¡Qué descanso para todas!

—Cuando yo decía que «ella» estaba entre nosotras…

—Pero lo decías mirándome a mí.

—¡vaya manía que te ha entrao! Bien sabe Dios que no te miraba a ti ni a ninguna, pero desconfiaba de todas. Alguna de nosotras tenía que ser.

—Eso sí.

—¡Y pensar que ella tiene el secreto de nuestro trabajo!

—Y sabe cómo entran las cartas en la cárcel.

—Y cómo salen.

—Ya se nos estropeó lo del 14 de abril.  

—¡Que te crees tú eso!

—veréis como hay cacheo el 14.

—¿Y qué que lo haya? En peores nos hemos visto.

—¡Y tanto!

—Callarse, que ahí viene…

Pero como eran cinco en el corro, la Liviana pasó de largo.

—¿Se habrá olido algo? Es muy larga.

—Es que somos cinco.

—Es verdad.

—Cumple bien el reglamento.

—Demasiado bien. La madre aupaba en sus brazos al niño recién nacido, que seguía apretando en sus puñitos el sol, que tendía a escaparse.

—¡Qué solecito tan rico para mi niño!

Los zuecos de la anciana seguían arañando las losas del patio, buscando acaso los perdidos pedruscos de la aldea.

III

Ya el sol calentaba aquel 14 de abril, pero a nadie le extrañó ver a la maestra envuelta en la manta de su catre. Llevaba algunas semanas que se quejaba de tercianas, pero apenas le hacían caso las funcionarias, y por todo tratamiento le suministraban dos aspirinas al día. A nadie le extrañó verla aquel 14 de abril envuelta en la manta, tiritar bajo el sol alegre, que envolvía en su calor al niño de carita de cereza arrugada, como metida en alcohol.

A pesar del cacheo de la mañana, las funcionarias no habían prohibido la hora del paseo en el patio, aunque estaban más vigilantes que de costumbre en las galerías altas que miraban al patio. Por la mañana, después del desayuno, cuando las reclusas atendían al aseo de sus celdas, sonó un timbre largo rato, y la jefa de galería apareció a lo lejos.

—¡Cacheo tenemos!

Venía la jefa acompañada de otras dos celadoras de la prisión. La jefa gritó:

—¡Todas afuera! ¡Cada una de pie al lado de su celda! Las celadoras subalternas registraron a las mujeres una por una. Registraron las celdas, una por una. Nada quedó sin registrar. Sus manos palpaban las pobres prendas remendadas, arrancaban de las paredes los retratos familiares, deshacían los catres.

—¿Dónde están las banderas?

—¿Dónde las habéis metido, cochinas? Cien banderas que se había llevado el viento. —Buscad, no dejéis nada sin mirar.

Otra vez, las manos temblonas de las celadoras rasgaron papeles y arrugaron trapos limpios. Los libros, si alguno había, quedaban destrozados. Dentro de los secos pechos de las tres celadoras, los corazones negros trepidaban como locomotoras.

—¿Dónde están?… ¿Dónde las habéis metido?

Las cien mujeres de aquella galería aparecían tiesas, pegadas a las puertas de sus celdas abiertas. Eran cien estatuas sin vida. Los ojos miraban fríamente a las tres mujeres que destrozaban sus pobres prendas. Levantaban los colchones de borra apelmazada, vaciaban los viejos baúles, las cajas de cartón, donde crecían las labores de croché que más tarde venderían en la calle los familiares de las presas; el trabajo que se convertiría en mejor pan, en «café, café», o en lana para los calcetines del invierno. Todo era apretujado, pisoteado, pero las banderas no aparecían. Y en aquella galería había cien mujeres. Las mujeres eran estatuas erguidas ante sus celdas.

Entre ellas estaba la de la Liviana, desarticulados los largos brazos y piernas, pegada a la puerta oscura como una delgada oblea. Y la madre joven, rebosantes los pechos hasta mojar la fea bata. Y la anciana de los zuecos, impaciente por emprender su interminable caminata en busca de la aldehuela que no se vislumbraba en patios ni pasillos. Y la maestra, tiritando de frío en 14 de abril.

—¿Por qué tiemblas tú? —inquirió la jefa.

—Me siento mal.

—Tiene calentura —dijo la madre joven.

—Cuando acabéis, dadle a esta dos aspirinas —ordenó la jefa a las celadoras.

Media hora más tarde quedaron solas las reclusas. Cada cual se entregó a la tarea de arreglar sus pobres bienes destrozados. Reían y cantaban, y se abrazaban unas a otras. Una vez que la Liviana intentó abrazar a una de ellas se sintió rechazada, y oyó una voz muy baja que le dijo:

—¡Quita de ahí, Judas! 

La Liviana fingió no haber oído nada. Siguió haciendo su vida ordinaria: el taller, la labor de croché, como todas. Nadie le volvió a decir nada. Pero empezó a sentirse sola. A la hora del paseo en el patio comenzó a sentirse sola. Sorprendió en sus compañeras miradas que no conocía. Le llegaba un sordo rumor de voces, como el ruido airado del mar cuando se escucha desde lejos, al otro lado de una montaña. Abría mucho los ojos y los oídos pero nada oía ni veía, salvo las miradas extrañas, que avanzaban hacia algo, que buscaban algo sin acabar de posarse en nada. Y aquel ruido sordo de las voces sin palabras, aquel como fino oleaje que la cercaba… Arriba, en la galería superior, las celadoras vigilaban el patio, pero estaban muy lejos. No podía reclamar su atención. No encontraba el medio de comunicarles su miedo, de hacerlas partícipes de aquella amenaza que sentía sobre sí y la llenaba de temor. Nunca supo lo que era el temor, esa cosa que enfría las manos y paraliza las piernas. Eso que debían sentir las presas políticas cuando la Falange las llamaba a declarar a la dirección de Seguridad, y que ella desconocía.

Desde arriba las celadoras veían el patio como lo veían siempre, florecido de cabezas de mujer a falta de flores auténticas, ni siquiera con la más leve brizna de hierba asomando entre las piedras. No podía traspasarlas aquel sordo rumor como de mar que comienza a embravecer. No podían ver aquellas miradas que cambiaban. Ahora tenían una expresión solo captada por la Liviana, aquellas miradas que al fin convergieron en un punto, como aquel que llega a una cita. Y acallaron aquel rumor, que no tenía nada de humano, para dar paso a un grito extraño, desarticulado, que no era de temor ni de alegría ni de odio, proferido por cien gargantas. Que ahogó el de la Liviana antes de nacer. En el barullo alguien dijo:

—Todavía están ahí las funcionarias.

Y alguien:

—No importa. Tiene que ser ahora. Así se acordó.

La manta en que se arrebujaba la maestra voló sobre muchas cabezas. El grito se dividió en gritos. Pero ahora eran de alegría, contenida por mucho tiempo, más bien desconocida de siempre. Era la locura del silencio transformado en voz y luego en cántico. Cantaban canciones infantiles, y mientras las sílabas formaban en sus labios palabras candorosas, las voces eran aullidos sin forma que atraían las miradas de las celadoras de la galería superior. Cantaban y golpeaban sobre la manta de la maestra con tercianas que, después de revolotear sobre las cabezas, había caído al suelo. Golpeaban sobre la manta con risas y alaridos.

La madre joven entregó a su hijo a la vieja de los zuecos y golpeó también con fuerza. Todas golpeaban ciegamente encima de la manta, con los pies y las manos. Golpeaban por ellas y por las demás reclusas del penal. Golpeaban por sus hombres presos o muertos, por sus propias penas y por las ajenas. Golpeaban por los cautivos víctimas de las delaciones, por los eternos días de la cárcel, por las noches sin sueño, por los años sin pan y sin leche, por la juventud sin amor, por la niñez de los niños que no conocían de España más que unas celdas estrechas y unos altos muros grises…

Cuando aquel flaco cuerpo de la Liviana, aquella fea rata delatora, dejó de ofrecer resistencia debajo de la manta, sintieron miedo, un miedo colectivo, que es más profundo y trágico que el miedo de un solo ser, que es un miedo que no cabe en el mundo. Pensaron: «La hemos matado». No, ellas no querían matar. No querían devolver muerte por muerte. Querían castigar. Demostrar a las celadoras que la chivata no había podido interrumpir en la cárcel el trabajo de las políticas, cortar su apasionada esperanza, su confianza en el mañana de España y la propia confianza, la amorosa confianza de unas en otras, la mutua ayuda, la solidaridad, la comprensión. Todo eso tan bello, tan alentador, que las ayudaba a sobrellevar la larga espera redentora, el mañana español que sería esplendoroso, como lo era ya para otros pueblos de la tierra…

Con temor, alguna tiró de una punta de la manta de la maestra y se vio a la Liviana moverse, sentarse en el suelo, recogerse sobre sí misma, extender sus brazos, con aire dolorido, a las celadoras, que miraban la escena con estupor, que hasta entonces no comprendieron.

—¡Socorro! ¡Me matan! —gritó la chivata con las pocas fuerzas que le quedaban.

Y las celadoras acudieron de todas partes en su ayuda. Pero iba a ser difícil encontrar a las culpables. Habría que castigar a las cien mujeres de las cien celdas del piso bajo del penal. Mientras la Liviana era atendida en la enfermería de los golpes sufridos aquella noche del 14 de abril, en las celdas del piso bajo, cien voces gritaban una canción de la guerra española que en este momento, para las reclusas, era una canción de victoria: El ejército del Ebro, una noche el río pasó, y a las tropas invasoras, buena paliza les dio.

Cuando las funcionarias encendieron las luces de la galería baja, cien banderitas republicanas ondearon a través de los ventanucos de las cien celdas, bajo las bombillas de carbón.

1936, La revolución de los sin nombre

Los acontecimientos del 18, el 19 y el 20 de julio de 1936 constituyen uno de los hechos más sobreinterpretados de nuestra historia y al mismo tiempo, más de ochenta años después, siguen resultando tremendamente desconocidos

Y el 18 de julio estalló la revolución en España

Si algo consiguió el franquismo, junto a cunetas y fosas comunes repletas de antifascistas, fue crear un manto de olvido sobre ese proceso revolucionario que estalló también en julio de 1936.

Miembros de una de las colectividades anarquistas que surgieron durante la guerra civil.
Miembros de una de las colectividades anarquistas que surgieron durante la guerra civil.
 
 
18 JUL 2016 18:55

“(…) la creencia de que las causas que triunfan tendrían que ser las únicas de interés para los historiadores conduce, como James Joll observó recientemente, al menosprecio de muchos aspectos del pasado que son estimables y tienen interés, y reduce nuestra visión del mundo”.

Ésta es una de las frases con la que Paul Avrich nos deleita en la introducción de su clásico libro Los anarquistas rusos, publicado en EE UU en 1967 y editado en España por Alianza en 1974. Y este ejemplo que Avrich ponía para la historia del anarquismo ruso lo puede también hacer suyo para hablar de lo que sucedió en España en julio de 1936.

En estos días de aniversario, vemos y leemos multitud de artículos al respecto. Algunos muy serios, trabajados, realizado por historiadores o investigadores que ofrecen una visión aproximativa a lo que fue aquel golpe de Estado. Otros menos afortunados, tendenciosos o justificativos de lo que fue un golpe contra la República que condujo a España a una guerra civil y a la larga noche de la dictadura.

Pero en pocos sitios se recuerda que, junto a esa resistencia del pueblo español contra un grupo de militares y las fuerzas conservadoras, se desarrolló en muchos lugares de la retaguardia republicana una profunda transformación social donde se pudo comprobar la capacidad de construcción que la clase obrera tenía.

Porque en España, aquel 18 de julio comenzó una Revolución social. Una Revolución canalizada por los anarquistas pero de la que fue partícipe la clase obrera en su conjunto.

La capacidad del obrerismo

Si hubo un protagonista en aquel proceso revolucionario, ése fue la clase obrera. Desde que en 1868 la Internacional llegó a España y se comenzaron a desarrollar las sociedades obreras, el movimiento obrero fue haciéndose con un papel protagonista en la política española.Un movimiento obrero dividido en escuelas. Siendo sintéticos (a la par que reduccionistas), se puede hablar de una escuela de pensamiento socialista, que representó el Partido Socialista Obrero Español, fundado en 1879, y la Unión General de Trabajadores fundada en 1888, y una escuela de pensamiento libertaria o anarquista que tuvo diversos proyectos en el siglo XIX y que cristalizó con fuerza en 1910 con la fundación de la Confederación Nacional del Trabajo.

Luego aparecerían otras opciones del marxismo más o menos ortodoxo, o distintas visiones de los libertarios, pero cuando el 14 de abril de 1931 se proclamó la República, ésas eran las grandes organizaciones donde se encuadraba la clase obrera española.

Ese obrerismo no solo desarrolló sociedades obreras y sindicatos que sirvieron, ya fuese desde el reformismo o desde la acción directa, para defender a la clase obrera. Se preocupó de instruir y formar a la clase obrera. Se preocupó de capacitarla, de mostrarle a través de la formación la importancia de lo que significaba ser obrero. De cómo los medios de producción y consumo estaban en sus manos pero que al mismo tiempo era enajenado por una economía opuesta a sus intereses.

Ese obrerismo formó una cultura obrera. Un modo de comportamiento, de hábitos, de simbología, etc., para contrarrestar a la sociedad burguesa y capitalista. El obrerismo revolucionario creía firmemente en la alternativa a la sociedad económica capitalista.

El obrero se instruyó en todos los sentidos: en las letras, las artes, las ciencias, etc. Se crearon bibliotecas para combatir a la taberna. Se crearon ateneos, centros culturales, escuelas para combatir el analfabetismo. La instrucción y la educación.

El movimiento obrero era consciente que tenía que acabar con el capitalismo y tenía que tener capacidad de asumir los resortes sociales. Algunos creían que eso se podía hacer conquistando las instituciones del Estado y de ahí transformar. Otros destruyendo el Estado y creando una sociedad horizontal. Aquel 18 de julio de 1936 el movimiento obrero pasó de agente de resistencia a protagonista de dirección.

…y estalló la Revolución

La sublevación militar fue frenada en la mayoría de puntos de España. El anarquismo, que era uno de los movimientos más dinámicos del país, se hizo con el control de la situación en muchos lugares.Mientras se organizaban milicias para combatir a los rebeldes en los frentes de batalla, los libertarios españoles ocuparon puestos en los centros de trabajo y en los campos. Muchos empresarios, complotados con los rebeldes contra la República, huyeron de la España republicana.

Los obreros se vieron con el control de la producción. Las fábricas tenían que producir. Los campos tenían que ser cultivados

Los obreros se vieron con el control de la producción. Las fábricas tenían que producir. Los campos tenían que ser cultivados. Y los trabajadores y sus organizaciones, tras décadas de formación, tomaron el control de la situación. En las fábricas se constituyeron comités obreros que gestionaron la producción. En el campo se desarrollaron colectividades agrarias que puso la tierra al servicio de quien la trabajaba.Aunque existieron individualistas que siguieron cultivando a su manera la tierra, estar en la colectividad se planteaba como beneficioso para la marcha de la sociedad. Producción al servicio de guerra pero también para mostrar que las cosas se podían hacer de otra forma.

En la mayoría de los casos los anarquistas fueron entusiastas seguidores de un proceso revolucionario que habían reivindicado desde sus orígenes. En otros muchos la UGT también participó de ese control obrero y de esas colectividades. En sitios se llegó a la situación, incluso, de la desaparición del dinero. Una sociedad horizontal, antiautoritaria y comunista plena.

Todo en la vida de la retaguardia se colectivizó. La CNT desarrolló una intensa propaganda a favor de la socialización de los medios de producción y consumo. Se crearon Consejos Económicos con el objetivo de hacer eficiente de la producción. Se crearon organismos como el CLUEA (Consejo Levantino Unificado de Exportación de Agrios) para poder controlar la producción.

Todas las fábricas tuvieron su comité de control o consejo obrero. Pero no sólo fue en el ámbito económico. En Cataluña, por ejemplo, se desarrolló el CENU (Consejo de la Escuela Nueva Unificada) para el desarrollo educativo. Algo que también se hizo en otros puntos de España.

El Sindicato Único de Industria de Espectáculos Públicos de la CNT se hizo con el control de los principales centros audiovisuales y creo todo un sistema de cine. Propaganda y cine ficción estuvo en manos de los trabajadores del espectáculos. El celuloide se hizo colectivo. Las salas de cine, de teatro, de ocio, estaban bajo el control obrero. También el transporte, la vivienda, etc.

Todo un esfuerzo revolucionario que fue defendido con tesón por muchos trabajadores porque veían así algo tangible por lo que luchar. Sin embargo, los anarquistas, que siempre fueron los grandes olvidados al haber sido derrotados por varios frentes, también vieron que la realidad de la guerra imponía sacrificios. Los anarquistas eran antiestatalistas y sin embargo dieron cinco ministros, alcaldes, concejales, consejeros, etc,. Los anarquistas eran antimilitaristas y sin embargo dieron cargos al Ejército Popular de la República, a los carabineros, etc. Se imponía la victoria sobre el fascismo. Y eso lo entendían a cualquier precio pero sin perder lo conquistado. Y esfuerzo y un sacrificio que bien es cierto que no todos hicieron.

Ese desarrollo revolucionario hay quien lo vio como lesivo e hizo todo lo que tuvo a su alcance para frenarlo. Fuerzas que eran igual de antifascistas que los libertarios pero que diferían en estrategias y tácticas. En ocasiones los procedimientos fueron criminales.

Lo cierto fue que esas colectividades, que ese control obrero, tuvieron exitosos resultados en muchos lugares. En otros no lo fue tanto. No hay que olvidar que se desarrollaron en un contexto de guerra. Y aunque a partir de 1937 la efervescencia revolucionaria fue en declive, lo cierto es que hasta el final de la guerra las experiencias comunistas libertarias tuvieron desarrollo en muchos puntos de la España republicana.

Ese sueño colectivo fue aniquilado cuando el 1 de abril de 1939 finalizaba la contienda militar

Ese sueño colectivo fue aniquilado cuando el 1 de abril de 1939 finalizaba la contienda militar. Y ese movimiento obrero que había sido formado con abnegación durante décadas fue cruelmente reprimido. Se buscó su aniquilamiento físico e ideológico.Y si algo consiguió el franquismo, junto a cunetas y fosas comunes repletas de antifascistas, fue crear un manto de olvido sobre ese proceso revolucionario que estalló también en julio de 1936.

Desde ese momento la historia la escribieron los vencedores. Pero, como dice Avrich, a veces hay que aprovechar algunas fisuras para mostrar que hubo un momento en el que todo fue posible.

 
fuente, https://www.elsaltodiario.com/hemeroteca-diagonal/18-julio-estallo-revolucion-espana-anarquismo

La guerra de nuestras abuelas

 

03/02/2021

Extracto del libro ‘Nietas de la Memoria’, escrito por 10 periodistas feministas que han recogido las vidas de sus abuelas.

 
portada del libro

10 periodistas feministas han recogido las vidas de sus abuelas en el libro Nietas de la Memoria. Pretenden con ello reescribir la historia, contada siempre por los hombres, para que las mujeres ocupen el espacio que se merecen en la memoria. Mujeres que batallaron por sacar adelante a sus familias en muchas ocasiones en soledad, en una guerra que no comenzaron pero que sufrieron igualmente desde el frente de la supervivencia.

A continuación se reproducen dos extractos de dos de los capítulos de la novela: ‘Flores de Papel’, que cuenta la historia de Vicenta, que sacó adelante a su prole en soledad con la venta de flores de papel en un Madrid que se refugiaba de las bombas, y ‘Y nos tocó crecer’, que recrea la niñez de Coronada en Villafranca de los Barrios (Badajoz), lugar que se convirtió en un corredor para las tropelías del ejército franquista.

Flores de papel

Sara Plaza Casares

foto antigua de cuatro mujeres y un hombre con muchas flores

Mi mamá Vicenta pegaba el último pétalo de margarita aprovechando los rayos de una luna de enero que se colaban por la ventana curiosos y sosegados. Rápida, pero con tiento apuraba el último ramillete que prepararía aquella noche y que estaría a la venta a la mañana siguiente en la esquina junto al cementerio de la Almudena. Durante el día no pudo acabar la tarea y el tiempo era oro, pese a que la luz del quinqué ya no era suficiente. Vicenta forzó la máquina hasta que sus pupilas no pudieron más. Quería ir a vender por la mañana. Pero no pudo ser.

Envolvía ya todo el material y remataba las hojas de los tallos cuando un dolor punzante atravesó su pelvis. Un dolor seco, rápido y eficaz que la dejó sentada junto a las flores. El destino había colocado una silla justo bajo su trasero. Reposó medio segundo y se volvió a levantar. Llevaba con esos dolores ya desde la tarde, pero no había tiempo que perder.

De repente, el sonido de una sirena se colaba por la ventana siguiendo el camino de los rayos de luna. Un sonido que ya se había convertido en uno más de la familia.

— ¡Catalina! ¡Sirena! ¡Apaga el fogón y vamos! —acertó a exclamar antes de que otro dolor la hiciera sucumbir a la ley de la gravedad.

Mi hermano y yo dormíamos plácidamente, mientras nuestra tía Catalina, con una sordera permanente que la hacía mantenerse fuera del mundo de las estridencias, daba vueltas a las lentejas que serían la comida de mañana.

— ¡Catalina! ¡Catalina! Que hay que coger a los niños- chillaba Vicenta antes de acertar a levantarse.

Según nos han contado, rápida como un rayo se dirigió a nuestro cuarto y sin tiempo de arrumacos nos puso en pie mientras nos cubría con algo de ropa. Recuerdo sus manos calientes arropándome con una toquilla improvisada. Aún escucho su aliento entrecortado mientras nos apañaba como podía para evitar que el frío reprodujera nuestros continuos resfriados. Después nos condujo hasta la cocina, agarró a Catalina por la cintura, apagó el fuego y empujó a toda la familia hacia el descansillo mientras la tía preguntaba extrañada qué estaba pasando. Nadie se percató del reguero que mi madre fue dejando en nuestra apresurada huida. Una huida calle abajo, salpicada por dolores intermitentes, amparada en mi brazo que robusto aguantaba las embestidas.

No fue hasta llegar al túnel de metro de Atocha, donde vecinas y vecinos se apiñaban para cubrirse del bombardero, cuando sintió la humedad en sus piernas. Mientras un hilo de agua resbalaba por sus bajos otro dolor punzante la obligaba a situarse a cuatro patas. Sus compañeras y compañeros de guarida hacían un círculo a su alrededor mientras los espacios se estrechaban aún más.

— ¡Vicenta ha roto aguas! —gritaba Herminia, la panadera.

— ¿Un médico en la sala?- añadía Manolita, la hija del alguacil.

Y mientras, en la calle, se escuchó un ‘boom’.

Y nos tocó crecer

Isabel Gaspar Calero

tras mujeres de cuerpo entero con abrigos largos. Foto en blanco y negro

Era habitual que los soldados entrasen en las casas y violasen a las mujeres, alguna vez mi propio padre tuvo que espantar a más de uno. Un día, mis hermanas y mis primas estaban cosiendo detrás de la puerta porque había más claridad, cuando entran dos soldados y se meten para adentro de la casa. No se habían dado cuenta de que estaba mi padre y cuando les preguntó que a dónde iban dijeron que a pedir candela y se marcharon bien rápido.

No podían contar lo mismo otras chicas y mujeres, que tuvieron que penar ante la voluntad masculina. Un padecimiento que no acababa con el acto en sí, pues ser violada era un estigma que las acompañaba siempre. Las violadas eran violadas para toda la vida. Hubo muchos niños sin padre, se les conocía como niños de la guerra. Las que tenían suerte se casaban, pero a las más pobres era a las que dejaban atrás con los hijos.

También los había que pagaban, como si al hacerlo fuese menos delito aprovecharse de la necesidad. Siempre recordé la trágica historia de aquellas cuatro hermanas que vivían en una calle colindante a la mía y a las que su madre les organizaba la cola de hombres y cuyo padre miraba para otro lado. Eran el sustento de la familia y el vehículo para paliar el hambre. Cómo debían de estar para que la propia madre diese el turno.

Entonces lo que se pensaba es que los que habían ido a luchar tenían el derecho a divertirse y desahogarse con una mujer. Por eso muchas madres nos ponían restricciones a las hijas. Al fin y al cabo, las que teníamos que tener cuidado éramos nosotras.


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Documental. El silencio de Otros

 

‘El Silencio de Otros’ revela la lucha silenciada de las víctimas del largo régimen de Francisco Franco, que continúan buscando justicia hasta nuestros días. Filmada a lo largo de seis años, con un estilo de cine directo e intimista, la película acompaña a los supervivientes del régimen a medida que organizan la denominada “Querella Argentina” y confrontan un “pacto del olvido” sobre los crímenes que padecieron.

Fuente https://thesilenceofothers.com/castellano?fbclid=IwAR2pA6z5zJSGyYaLSJbw7ZdlIiBYQW4Bz-L4AyS8pSrIqjuFPLULU9pgJDU

 

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